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El emblema del surrealismo

Casi 90 años después de su presentación en París 'El perro andaluz' sigue encarnando el paradigma por antonomasia del cine más iconoclasta, subversivo y transgresor

El emblema del surrealismo

El año 1924 tuvo una importancia crucial, no sólo para el cine más abiertamente experimental sino para cualquiera de las disciplinas artísticas que intentaban romper radicalmente con un mundo cercado por la incertidumbre, la violencia institucional, el odio y el extravío político. Las secuelas de la Gran Guerra crecían y crecían, la economía mundial comenzaba a derrumbarse, las fronteras geográficas y políticas en Europa constituían un auténtico galimatías, los movimientos fascistas, más envalentonados que nunca, se extendían como una epidemia amenazadora por todo el mundo y las grandes potencias occidentales, con las heridas de la contienda aún sin cicatrizar, seguían mirándose entre sí con el mismo recelo con que lo hacían en vísperas de la guerra.

El mundo, en resumidas cuentas, se dirigía imparable hacia una de las catástrofes colectivas más sangrientas y devastadoras de toda su historia, catástrofe en la que, con enorme dificultad, muchos creadores encontrarían su propio caldo de cultivo para predicar la revolución ética y estética por la que tanto combatirían años después. Naturalmente, la apuesta firme de la inteligentzia europea por detener el escenario de dolor y barbarie que comenzaba a vislumbrarse, especialmente en el viejo continente, tuvo muy pronto su repercusión en determinadas epifanías culturales que, de alguna manera, contribuirían a alterar, en el ámbito ideológico sobre todo, el rumbo imparable de los acontecimientos.

Con la publicación aquel mismo año del primer Manifiesto Surrealista, André Breton, una de las personalidades más respetadas de la cultura del pasado siglo, reunía a su alrededor a una parroquia dispuesta a dinamitar el mundo si fuera preciso aunque, a diferencia del caos preconizado por sus predecesores dadaístas, el autor de Los pasos perdidos (1924), proponía una cierta "disciplina", un orden mínimo para poder atravesar el frágil tejido de la realidad más prosaica y explorar así, libremente, y sin cortapisas de ningún género, el fecundo universo transgresor que se ocultaba en su interior.

Nacía así una corriente artística o, si lo prefieren, una nueva perspectiva moral frente a una realidad, como algunos pensadores de la época gustaban de definir, que extendería su influencia mucho más allá del círculo intelectual en el que fue gestada. Ya no solo se pretendía épater le bourgeois, ni volver el mudo del revés, el surrealismo se convertiría en un arma verdaderamente revolucionaria con la que sus fervientes militantes intentaban desafiar, en algunos casos incluso con cierta intencionalidad política, a una sociedad moralmente cautiva, nihilista, inerte, conservadora y profundamente desorientada.

Aunque han transcurrido más de 93 años de aquella esperanzadora proclama libertaria y sus objetivos, en muchos aspectos de capital importancia, siguen sin cumplirse, una cosa sí que es absolutamente cierta: sus fundadores lograron despojar al mundo del arte de vagas coartadas idealistas y consiguieron, de alguna manera, que su mensaje liberador se instalara hasta tal punto en las mismas entrañas del modelo de sociedad contra el que batallaban, que todos los movimientos vanguardistas surgidos con posteridad tendrían, en el surrealismo, a uno de sus más preclaros y recurrentes puntos de referencia.

En medio de esta absorbente y controvertida transformación plena a la que aspiraban creadores del calibre de Man Ray, Max Ernst, Paul Éluard, Tristan Tzara, Ives Tangui o Alberti Giacometti, surgiría uno de los tándems artísticos más controvertidos, incandescentes y radicales que han pisado nunca suelo europeo: Luis Buñuel y Salvador Dalí, auténticas béte noir para la cultura tradicional, dos verdaderos enfants terribles que inyectaron perplejidad, pasión, inquietud y delirio a una sociedad demasiado ocupada en la conservación de sus propios privilegios como para despojarse abiertamente de los numerosos tabúes morales y religiosos que la amordazaban.

Fue bien entrado el mes de octubre de 1929. París comenzaba a helarse de frío, pero las tumultuosas calles del barrio de Montmartre rebozaban de luz, humo, fiesta y color, como si el tiempo corriera allí a otro compás diferente al resto del mundo. La historia, mientras tanto, seguía su siniestro curso, a pesar de los denodados esfuerzos desplegados por la clase intelectual para evitarlo y de los sucesivos llamamientos a la cordura por parte de la mismísima Curia Romana. Dalí y Buñuel también lo intentaron cuando, ante una audiencia enmudecida, presentaban por vez primera El perro andaluz ( Un chien andalou, 1928) en una pequeña sala parisina como la señal inequívoca de su profunda voluntad transgresora. Se trataba de un cortometraje de 27 minutos de duración, que lograron producir gracias a las 25.000 pesetas que Buñuel percibió de su madre y al empeño personal y al tesón que depositaron Dalí y todo el reparto en su realización.

Breton, que por principios desconfiaba de todo intelectual advenedizo -y en el París de aquellos años los había en abundancia- se dispuso a ver la película con ciertas reticencias pero, una vez concluida la proyección, se apea de su butaca, mira severamente a Buñuel y, sin perder su proverbial aplomo, le confiesa solemnemente haber asistido, con El perro andaluz, a una de las experiencias creativas más estimulantes y explosivas de toda su vida. Aquel fue quizás el espaldarazo definitivo a una experiencia tan arriesgada como necesaria para el arte contemporáneo, que hervía como una pulsión irrefrenable en los círculos más rupturistas de la intelectualidad europea.

La cinta, cuyo título inicial era E s peligroso asomarse al interior, según asegura Agustín Sánchez Vidal en su formidable estudio sobre el director, se convertiría al cabo del tiempo en un nuevo manifiesto, más contundente aún que el de 1924, del ideario surrealista y en la enseña por antonomasia de uno de los movimientos estéticos más expansivos, iconoclastas e influyentes de la historia del arte contemporáneo. En Mi último suspiro (Plaza & Janes, 1982), su famoso libro de memorias escrito en colaboración con Jean-Claude Carrière, su guionista favorito durante sus últimos años, Buñuel no cesa de mostrar su más rotunda oposición a "explicar" el significado de su primer trabajo cinematográfico, al que define como como "una serie de imágenes colocadas en el orden en que acudieron a mi cerebro" y a adjudicarle, por lo tanto, una lógica narrativa de la que carece por completo. El perro andaluz, al que, pese a su notorio desconcierto aparente, ni el propio cineasta pudo nunca negarle cierta coherencia dentro del ambiente de caos que se respira en él, constituye, por el contrario, una obra de creación inclasificable, espontánea, compleja, impulsiva, abierta y sujeta por consiguiente a una fuerza interna que le proporciona ese irresistible magnetismo que, en su presentación inicial en el Studio des Ursulines de la capital francesa, logró cautivar extraordinariamente a la exigente cúpula del movimiento surrealista.

Sea como fuere, lo cierto es que, al cabo de los años, la película sigue generando perplejidad, desazón, miedo, turbiedad y algún que otro rechazo entre quienes persisten en conservar su visión alicorta de la realidad en perjuicio de una mirada más liberadora, poética y subversiva. Y es ahí precisamente donde reside su enorme capacidad de seducción y, sin duda alguna, la razón que le proporciona su inagotable fuente de energía revolucionaria tantas décadas después.

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