La Provincia - Diario de Las Palmas

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Complicidades

Nostalgias olfativas

Cuando leemos literatura confesional de otros siglos, la primera certeza que nos alcanza consiste en que las confesiones de las que somos capaces los seres humanos resultan limitadas, muy parecidas a las que hicieron otros antes, a las que podríamos hacer nosotros mismos hoy, y a las que harán los escritores dentro de tres siglos. Puede que cambien los envoltorios de las pasiones, sus escenarios, el atrezzo de los conflictos, pero los conflictos y las pasiones son los que siempre han sufrido los hombres.

En los géneros de la intimidad (las memorias, los diarios, las autobiografías), los escritores nos quejamos de la indiferencia general con que se reciben nuestras obras, y nos felicitamos por los elogios de los pocos selectos y felices. Nos dolemos por las estrecheces económicas y nos alegramos por nuestros éxitos de ventas. Nos escandalizamos por las meteduras de pata de nuestros amigos, y nos reímos por los engendros de nuestros enemigos. Deseamos a la mujer del vecino, y murmuramos sobre la actualidad política, que podría arreglarse si se tuviese en cuenta nuestra opinión. Por lo común, la llamada literatura del yo -que a menudo debería llamarse del ego- constituye un tónico moral para los lectores, porque les muestra que no hay ningún espíritu sublime sin interrupción. Hay un leve, pero medicinal, resarcimiento biológico en el hecho de comprobar que incluso los grandes talentos artísticos no están exentos de cometer mezquindades.

He leído el espléndido diario de los hermanos Goncourt, que ellos subtitularon Memorias de la vida literaria (Editorial Renacimiento). De su mano, nos podemos asomar a las cenas en el restaurante Magny, con Flaubert, Gautier, Sainte-Beuve, Taine, sentados a la mesa, con sus cotilleos escatológicos, con sus parrafadas de gloriosa inoportunidad, con sus ingeniosas maldades, con sus bellaquerías de salón, con sus observaciones geniales. Visitamos en sus casas al gran historiador Michelet, a la señora Sand, a muchas princesas, y marquesas, y duquesas. Los Goncourt fueron aristócratas rentistas durante toda su vida, hombres del Antiguo Régimen, a quienes la burguesía les resultaba despreciable desde todos los puntos de vista, como un burdo fenómeno estético, y para quienes el proletariado y las filosofías socializantes e igualitaristas del XIX resultaban una pestilencia que amenazaba con arruinar el mundo.

Produce una cierta ternura cómica, contemplado en la distancia, su aristocraticismo decandentista, que, como todas las decadencias y las aristocracias, se considera a sí mismo un fin de raza sublime. Al empezar un nuevo año, se van de visita al Louvre, "para poder estar con sus iguales".

Somos criaturas quejumbrosas y nostálgicas. Los Goncourt confiesan que la luz eléctrica, en el teatro, ha robado el misterio ambiental que proporcionaba a la escena y al patio de butacas la luz de gas. Los estrenos ya no huelen igual. Poco más o menos lo que sintieron los espectadores exquisitos cuando la luz de gas vino a estropear el clima que proporcionaba al teatro las temblorosas llamas de los candelabros de cera. Nunca volvió a oler como es debido. La historia es un continuo destrozo de las mejores circunstancias olfativas.

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