La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

19o Festival de Cine de Las Palmas | Crítica

El arte de la mirada

Karlheinz Böhm, en una escena de 'El fotógrafo del pánico'. lp / dlp

Hay películas que, por una u otra razón, permanecen alojadas en nuestro subconsciente como las huellas de una época y de una manera muy especial de entender el papel que ha desempeñado el cine en la exploración de las psicopatologías criminales. Desde Psicosis ( Psycho, 1960) a Zodiac ( Zodiac, 2007), pasando por El estrangulador de Boston ( The Boston Strangler, 1968), Taxi Driver ( Taxi Driver, 1976), Landrú ( Landru, 1963), M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931), El silencio de los corderos ( The Silence of the Lambs, 1991), Seven ( Seven, 1995), Henry: retrato de un asesino ( Henry: Portrait of a Serial Killer, 1986), El cebo ( Es geschah am hellichten Tag, 1958), Monsieur Verdoux ( Monsieur Verdoux, 1947) o Funny Games ( Funny Games, 1997) el séptimo arte ha logrado visibilizar los trastornos que hostigan la voluntad del asesino en serie desde las perspectivas más diversas y en no pocos casos, con excelentes resultados artísticos.

En medio de esta pléyade de excelentes thrillers que han abordado tan grimoso y espeluznante asunto siempre ha destacado, en términos formales y de rigor científico, El fotógrafo del pánico ( Peeping Tom, 1960), una cruda y descarnada biopsia sobre la conducta criminal de Mark Lewis (Karlheinz Böhm), un apuesto y misterioso fotógrafo de cine, cuyo tormentoso pasado familiar lo ha convertido en un implacable asesino de mujeres. La película, producida y dirigida por el gran director británico Michael Powell, a partir de un excelente guion de Leo Marks, nos sumerge en las entrañas de un turbio drama personal que presagia, desde los primeros minutos, un único y fatídico final: la inmolación del protagonista mediante el mismo procedimiento que él ha utilizado para acabar con sus numerosas víctimas: filmando su propia muerte.

No obstante, el desdichado Mark intenta buscar una luz en el oscuro túnel de una vida virtualmente sentenciada por su manifiesta incapacidad para escapar de sus continuas pulsiones criminales y poder recuperar la serenidad de espíritu en compañía de Helen (Anna Massey), la joven de la que se ha enamorado y de la que recibirá gentilmente ayuda y apoyo para acabar con la sangrienta deriva que envuelve su desdichada existencia. A través del comportamiento psicopático del personaje, Michael Powell sitúa frente a frente al cine como medio de expresión artística y como instrumento escudriñador de la realidad; la elección de una estética rabiosamente personal, como es habitual, por otra parte, en el autor de Las zapatillas rojas ( The Red Shoes, 1949), y el empleo del lenguaje visual como un fino escarpelo que le permite penetrar abiertamente en las zonas más oscuras y abismales del ser humano. Powell, cuya impecable trayectoria debería ser divulgada mediante una completa retrospectiva con vistas a las generaciones más recientes de espectadores, mantiene ese difícil equilibrio entre el analista frío y observador de una compleja patología y el inductor de una poderosa sabia estética que envuelve cada plano de la película y la convierte en objeto imprescindible para los amantes del buen cine.

Según palabras de Gérard Lenne, autor de El cine fantástico y sus mitologías, uno de los grandes textos canónicos sobre el género, y con esto concluyo, "Se tiene miedo al ver que tenemos miedo: Peeping Tom eleva a la categoría de teorema esta regla esencial del cine fantástico, a saber, que el verdadero miedo, es el miedo al miedo".

Compartir el artículo

stats