La Provincia - Diario de Las Palmas

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Retablo de letraheridos

En 'Primeras personas', Juan Cruz traza el obituario de una época reciente de 'sacralización' del periodismo y la literatura

Tal vez tenga razón Jacques Lacan, cuando, al hablar de la fagocitación y suplantación de James Joyce por su alter-ego, Stephen Dédalus, explica que el afán de "hacerse un nombre" a través de la literatura, se corresponde con la construcción de un "escabel" ( scabeu); literalmente, un pequeño taburete, en el que alzar el ego, para alcanzar a verse en un espejo idealizado. Valedero para cualquier ámbito, se hace especialmente notorio en un campo tan difuso, azaroso y diferido, en el reparto de renombres, como es la literatura, donde, además, se trabaja con la palabra, como, se supone, lo hacía dios. "Joyce no cree en su imagen sino que cree en su escritura, y habla de sí mismo como libro, "The book of himself", explica el psicoanalista, para ilustrar con el caso-Joyce una tendencia que iría in crescendo a lo largo del siglo XX: la sacralización, o al menos el carisma, de la figura del escritor, y acompañado, además, por primera vez en la historia, de dotes crematísticas; legiones subiéndose al taburete de papel de su invención, devenidos en "el hijo de su propio síntoma", bajo la consigna imparable que Joyce-Dédalus se impone a sí mismo desde que era un artista adolescente, hasta devenir en un Odiseo: "¡Adelante!, ¡Adelante! Tal era el grito de su corazón!".

Y claro, llega un momento en que el espejo -máxime el idealizado- se oxida, y hasta se hace añicos, y el síntoma metafórico es atravesado por el síntoma físico, real (léase la vejez, la enfermedad, la muerte). Una cincuentena de escritores, periodistas literarios y editores -los tres ámbitos en que se ha movido el autor-, todos conocidos de primera mano, muchos entrevistados en sus casas, la mayoría personajes de renombre -abundan premios Cervantes y Nobeles- y bastantes de desaparición reciente, conforman este retablo de Primeras personas (Alfaguara), de Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948). Aun con bastantes de estos autores todavía en activo, y pese a los tiempos bien recientes que abarcan estas trescientas páginas -finales del XX, principios del XXI- prevalece la dolosa sensación del obituario de una época extinta (o aún peor: en irremediable extinción), como si la ambición de grafómanos letraheridos que espoleara a estos personajes -con esquilafe lacaniano, ordenador o estilográfica, da igual: "¡Adelante, Adelante!"- estuviera más cerca, pongo por diversos casos, de la actitud de un Joyce, de un Galdós, de un Lope o de un Catulo, que de la átona multiplicidad de muchas voces emergentes hoy día, tan conectadas a la Red como desconectadas del legado de sus antecesores.

"Cristales rotos", dirá, por ello, recurrentemente el narrador, en el salto de un personaje a otro, desde el Premio Nobel Günter Grass, que abre esta serie de relatos-retratos, al Premio Cervantes José Manuel Caballero Bonald, que la cierra. Escrito en alternancia de sus casas del sur de Tenerife y del norte de Madrid, del Médano a Pozuelo, el primero le dio la inspiración del libro, cuando se le cayó y rompió el cristal que cubría la fotografía del autor de El tambor de hojalata, y el segundo (autor de ese verso tan irreversible, y que muy bien podría servir aquí de lema: "Somos el tiempo que nos queda") le dio la idea, cuando al leer su Examen de ingenios, con retratos de autores que "fueron para nosotros cultura de bachillerato y que para él son, en muchos casos, sustancia biográfica", sintió, de un modo punzante, que tarde o temprano, dentro de no mucho, volverá a ocurrir lo mismo con los actores cambiados...

Por momentos, se siente, como un fluido conductor en el guadiana de estas páginas, el sajo de los terribles e inmortales versos de Cesare Pavese: "Vendrá la muerte / Tendrá tus ojos". Al propio autor de El oficio de vivir le dedica Cruz una emotiva loa, si bien por persona interpuesta: el homenaje que le rinde, al poeta suicida, Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes -esa capacidad de contagio lector, de "infección" literaria, no es baladí en estas páginas, con recomendaciones de títulos casi magnéticas, como Lugar común la muerte, de Tomás Eloy Martínez, y Mamá, de Jorge Fernández Díaz (no confundir con un homónimo "beato exministro español"), dos narradores-periodistas argentinos de raza.

La única pega para darle prioridad a esa violencia ocular de la muerte es que mucho más dura será siempre su inminencia. Muchas veces, además, viene precedida por el terrible dolor físico (esos huesos que impiden levantarse, por ejemplo, a los últimos Jorge Semprún o John Berger; el súbito desmoronamiento de vitalistas tan vehementes como Susan Sontag o el editor Peter Mayer; la mano sísmica, por último ingobernable, del argentino Ricardo Piglia...); y, siempre, por la soledad y el silencio, ante el asombroso, increíble, paso del Tiempo -ese "seductor mentiroso", lo define Cruz Ruiz- que fiscaliza a su arbitrio los fragmentos de los cristales ya quebrados, pero aún no recogidos. Si, como señaló el también escritor suicida Jean Améry, "un abismo separa al moribundo o muriente del ya muerto" ("morir es reventar", concluye), Juan Cruz capta aquí, en muchas ocasiones, esos instantes previos -meses o, a veces, sólo semanas-, en míticas comparecencias últimas.

La contrastación entre ese encuentro final y la recreación de ese mismo personaje con el vigor de décadas atrás (a veces entrevistados en las mismas estancias domésticas o de hoteles legendarios, y nunca tomando ya lo mismo) es uno de los efectos más logrados de la narración. Y, del mismo modo, lo es -al refuerzo de una elegía por el tiempo presente- el sinuoso cruce que hace Cruz de tratar a los escritores difuntos como si estuvieran vivos en la página, y a los vivos mirándose con el rabillo del ojo en aquellos: confrontando el óxido de su propio azogue con los ya recogidos "cristales rotos" de los espejos del club de los poetas muertos... Al cabo, son todos "primeras personas", en el sentido de predilectos o primigenios para nuestro autor, bien por el afecto de la amistad o por el efecto del magisterio.

En la polarización más extremada, dentro de ese contrapunto, se sitúan, en mi opinión, los más enjundiosos y elocuentes retratos-relatos. Aquellos en los que la admiración por el magisterio está también petada por el roce de la amistad, como las múltiples correrías con el carismático megaeditor Peter Mayer, a uno y otro lado del Atlántico -agotando, entre copas, por ejemplo, el repertorio íntegro de Chavela Vargas, y hasta yendo a visitarla para que les dé el tono en persona-; o Juan Cueto y el reflejo de su triste declive, de icono del periodismo visionario, en los 80, a catódico ejecutivo estresado, en los 90, para acabar en una residencia de reposo con los cristales rotos en todas las pantallas, y desaparecido, por cierto, unos meses después de publicado este libro.

Al otro extremo están los retratos de la pura pedagogía literaria enraizada en el silencio. Así el encuentro con Steiner en Cambridge, a propósito de la publicación de Los libros que nunca he escrito (2008), para obtener de él esta explicación implacable:"La mejor definición de la vida la hizo Samuel Beckett: "Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor". Yo quise fracasar mejor, y es lo que hice con este libro". Y así, por supuesto, John Berger, visitado, por último, en su casa de las afueras de París, cuando el autor de Puerca tierra cumplía 90 años, y no le quedaba ya mucho a su imponente silencio antisepulcral. No por nada, reconoce el narrador que "ésta es la crónica más difícil de mi vida", pues las sabias palabras de Berger y su silencio contador no se prestan a chascarrillos de la calle ni a rupturas de hielo. "Una autobiografía se inicia cuando uno tiene la sensación de encontrarse solo. Es la resultante de un sentimiento de orfandad", le dice, por ejemplo, manando aforismos y esculpiendo las palabras, con ese inusual y exquisito carisma del entrevistado que antepone las respuestas a las preguntas por llegar.

¿Qué más preguntarle a quien se declara un superviviente de cada uno de sus libros, y a quien ataja "siempre me he sentido huérfano y he tratado a los demás como si fueran huérfanos. Me acerco a los lectores como si ellos también fueran huérfanos"? Las siete páginas dedicadas a Berger son, en efecto, una metacrónica capaz de abarcar el sentido último de cualquiera de los retratados letraheridos, sobre todo cuando ya no puede haber más preguntas, tras ser interrogado por el valor del silencio: "Es que el silencio no miente"...

Otro interesante contrapunto son la dolosa palinodia del viejo Günter Grass por su juvenil afiliación a las SS y el severo estalinismo achacado a Jorge Semprún (quien, también poco antes de su muerte, le relata, por cierto, a Juan Cruz las graves secuelas que le dejaron las torturas de la bañera por la Gestapo), dos asuntos que, según argumenta el cronista, han sido en extremo distorsionados. Y sobrecogedores, resultan, asimismo, los relatos de su primer encuentro con Guillermo Cabrera Infante, en su domicilio londinense, y del último con Gabriel García Márquez, en su casa de Cartagena de Indias. Los dos le están mirando fija y mudamente en el vacío; el autor de Tres tristes tigres está inmóvil y silente, a causa de una eventual pero profunda crisis nerviosa, barrenada con electrochoques, y el autor de Vivir para contarla, unos años antes de su desaparición, está sumido en la irreversible enfermedad del olvido senil...

En un tiempo, en fin, en que ser famoso (por igual famosillo o famosazo) ha devenido en un verbo intransitivo -y hasta intransitable-, donde, incluso, muchos se jactan tanto más de ese logro por no tener nada que les avala, el valor se redobla en esta alta crónica de sociedad, con el jugoso anecdotario de primera mano referido a primeras personas. Averiguar, por ejemplo, que Onetti o Borges nada tienen que ver con la imagen hosca que, a menudo, se les atribuye. Saber, a través de figuras de la edición (Carmen Balcells, Beatriz de Moura, Amaya Elezcano, Mario Muchnik, el propio Mayer...), qué se cuece entre las moquetas de ese hermético y complejo oficio; del vértigo, que les afecta casi unánimemente, ante la ley de hierro de que el éxito de un libro será siempre del autor, mientras que de su fracaso el único responsable es el editor... Entrever también el porqué de las posiciones irreconciliables, por ejemplo, entre Carlos Fuentes y Octavio Paz o entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa...

Si la vida es "un proceso de demolición", como advierte Edgar Morin, ¿cómo les afectará -o afectó ya- a estos nombres propios que han urdido con sus metáforas el diagnóstico de nuestra época? Juan Cruz Ruiz dignifica, de paso, un ámbito cada vez más depauperado: los vínculos entre literatura y periodismo; y da cuenta de algo que hoy ha caído, asimismo, en desconsideración: que los límites de una entrevista de fondo dependen siempre de las coordenadas del cronista o entrevistador. Él se implica en el proceso; no tiene empacho en proyectarse de este modo al hablar de la recepción del Nobel por Vargas Llosa: "... Seguramente sintió esa punzada sentimental que albergamos las personas cuando nos ocurre algo bueno e importante y necesitamos, en el fondo del corazón, que lo sepa también, o sobre todo, quien alguna vez se burló de nosotros". Pero detrás de todo esto, tras advertir que "siento que yo también formo parte de la música que interpreto", explica que esa música sólo avanza, en silencio, irremisiblemente, con el estribillo de los "cristales rotos", bajo la batuta de que, implacable, "la vida va devolviendo siempre lo que no será nunca contenido del olvido".

Pero, acaso, lo peor de todo no es el resquebrajamiento del espejo, mientras se permanece aupado sobre el "escabel" lacaniano. Lo peor, cuando ya no queda brío para clamar "¡Adelante, Adelante!", como cuando se era artista adolescente, es que, al tiempo en que el azogue se rompe, basta un levísimo movimiento de la mano de la Parca para que se tambalee y caiga también el taburete.

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