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Leandro Perdomo en su isla de Teguise

Un libro recopila 75 crónicas del que fuese colaborador de LA PROVINCIA durante varias décadas e incluye una decena de entregas humorísticas del escritor que contemplaba Lanzarote desde su 'cráter'

Retrato de Manolo Millares a Leandro Perdomo y manuscrito del escritor y periodista. lp/dlp

Leandro Perdomo acabaría exiliándose entre las paredes de su vivienda en Teguise, donde falleció en 1993, cuatro años después que su mujer, Josefina Ramírez. El desvencijado solar familiar se convirtió en su mirador, en su refugiado cráter. Desde mi cráter tituló una de sus secciones periodísticas de los setenta, aparecida en el diario LA PROVINCIA, desde donde recordaba el pasado, invocado como protección frente a un presente que acechaba con mirada severa, mientras pensaba el futuro con desesperanza: "Desde mi cráter contemplo a la isla de Lanzarote en toda su árida desnudez, y veo muchas cosas buenas y también muchas cosas malas".

Los cuadros y fotografías deslustradas que colgaban en las paredes del amplio salón marchito de la casa Spínola tañían diariamente, entre sombras, las campanas agotadas de la saga familiar. Como un galeón varado, la estancia con olor a tea se obstinaba en mantener el recuerdo del origen, vestigio de una hidalguía de fortuna fatigada: en realidad, sostenida apenas, al final de sus días, en la intemperie de la nada material, con el pulso literario, el heredado apego a la cultura y la nobleza de actitud y sentimientos. Allí permanecía, lacia y desnivelada, como una fantasmagoría ennoblecida por la pátina del tiempo, una cofradía de ausencias genealógicas que daban fe del linaje, símbolos externos del lustre pasado.

Leandro Perdomo habitaba una casa fosilizada, un naufragio. Entre sus paredes respiraba por las huellas y el susurro de sus antepasados, de quienes allí habían habitado durante un siglo y cuarto, cuyo hálito guardaban aún los enseres que sobrevivían maltrechos a las desapariciones: aparadores y consolas de maderas nobles; ménsulas, sillas y un tresillo isabelino tapizado; mesas de noche que retenían el don del mármol pulido y el estigma de la enfermedad; cabeceros y camas de hierro agotadas por el alumbramiento y las muertes; armarios y percheros de nogal; tenaces ventanas de cuarterón vestidas con asientos de madera a ambos lados; suelos de tea machihembrados dispuestos a crujir y delatar cada paso; y, en el extremo opuesto, su viejo retrete de madera... Todo venido a menos, pero sosteniendo aún un mundo moral al que se aferraba para reconocerse y resistir las acometidas de la mudanza que se instalaba en su entorno y lo desplazaba.

Teguise se configura como una robusta región en la obra de Perdomo, cuya centralidad es ocupada por la saga familiar Spínola. Junto a ese foco, lucen también los lazos del escritor con la geografía física y humana del entorno en el que transcurrió el último tramo de su existencia: el latido cotidiano, la intrahistoria, la evocación del pasado, el patrimonio y una entrañable galería de personas retenidas en la página, a las que se suma, prodigiosamente, el tejido de situaciones y personajes peculiares que son recreados. De la superposición de tiempos y de la convivencia de ambas capas, realidad y ficción verosímil investida de idealismo y cierta desmesura, surge una suerte de lugar mágico, una suspendida Comala perdomiana que une su destino al del hechizo literario: el Teguise fantástico y surreal, extraordinariamente humano y terreno de don Leandro, en donde se funden pasado y presente, los muertos departen con los vivos y las conversaciones se complementan con ecos, voces, murmullos y fantasmas jocosos.

A pesar de las realidades descarnadas que, en ocasiones, trata, registra una creación desprovista de patetismo y conflicto. El lenguaje es directo, descarnado, antirretórico y sustantivo, verdadero. El habla de la calle, el latido popular, la expresión del sujeto colectivo anónimo que protagonizó su literatura. Su sencillez, apoyada en el aliento comunitario y en el molde de su romanticismo, es capaz de captar lo que el pueblo piensa y siente a partir de lo que el pueblo habla. Y lo hace con indulgencia y fraternidad. Como toda su literatura, el testimonio que ofrece de Teguise oscila entre un mundo que se desmorona, si no ya definitivamente disuelto, y un momento histórico contemporáneo veloz e implacable que lo sustituye con brusquedad.

Gallos e hijos ilustres, antepasados y gentes sencillas de virtudes admirables, indianos aventureros, caciques y conventos, filántropos, pescadores, jornaleros y gentes pintorescas, pobreza y sana humanidad, la Mareta prodigiosa, la matanza de Betancures y la iglesia parroquial incendiada a principios del pasado siglo, excluidos y menesterosos... desfilan por sus artículos. Todo un cosmos identitario asociado a la respiración de una sociedad rural, noble y desprovista de sofisticación, se compagina con la percepción y el examen del latido de una actualidad, la de las décadas de los setenta, ochenta y primeros noventa, en la que se impone el desarrollo de la mano del monocultivo de la industria turística ante su mirada disgustada y afligida, melancólica:

"Eso para que siga fomentándose el turismo, negocio de unos cuantos, a expensas de la agricultura, negocio de muchos; para que la política turística impere sobre la industrial y la agronómica, como así ha sido desde hace años; para que el elemento vital de la riqueza agrícola canaria que constituye el agua del pozo y del embalse se canalice en duchas sobre la rejalvida piel extranjera, a chorro abierto, mientras el plátano y el tomate, y la papa y el berro, y el grano y el cereal se retuercen de sed, con los precios por las nubes, y los camellos en Lanzarote y los burros en Fuerteventura y las cabras y las vacas en Gran Canaria tengan que ser sacrificados esqueléticamente, inexorablemente...."

No asiste con indolencia al tránsito de un mundo a otro. Reacciona. Unas veces, su contrariedad y desaprobación toman como referencia la construcción de alojamientos turísticos, la destrucción del acervo insular o el declive de la agricultura y la pesca; otras, el malestar es motivado por el incremento del parque automovilístico, el encarecimiento de los alimentos, el despilfarro de los alcaldes o la codicia de promotores y comerciantes acumulando riqueza, que censura con acritud, mientras piensa en los pobres y en el proletariado.

Para contrarrestar los efectos de la desazón, se escuda en conversaciones con interlocutores afines a su sensibilidad y se complace en la evocación del pasado. Sus anécdotas y relatos reflejan la variada geografía del municipio de Teguise. En un pueblo u otro, han dejado huella sus personajes reales, aunque unos más desmesurados que otros. Todos, con independencia de su estirpe legendaria, popular o quimérica dan vida al universo de Teguise que el cronista mapea. Juntos cohabitan en sus páginas la hermana de María Cruz con Clavijo y Fajardo; Bernabelito, el Asesino del Retrete, con el perro Olaf; Manuel Caramba, con Fray Floro; Isidoro Martín Tavío, de la Caleta, con Bonifacio y Bartolito Bethencourt; Bentejuina con el doctor Alfonso Spínola y el Indiano del Peñón; el prestamista y alcalde de Teguise José Ramírez Vega con Gonzalito el de Guinate; el médico José Ferrant Ninot con maestro Miguel el Esquife, guardia municipal "alto, delgado, derecho como un pírgano de palmera enhiesto".

Teguise y su sociología se reiteran como ambiente y espacio narrativo en la obra de Perdomo. Entre la añoranza del pasado, el menosprecio del presente y las reivindicaciones críticas, su testimonio del Lanzarote tradicional aporta y desempeña un papel relevante de sentido colectivo. Como contrapunto a la riqueza moderna y el despilfarro, se situaba en el plano de los desvalidos y recordaba las penurias que, durante siglos, atenazaron a las gentes humildes del lugar, que vivieron en una isla "pobre, reseca, sedienta, desde el risco de Famara a las planicies costeras de Papagayo... en una isla sedienta e inhóspita, donde comer, poder comer, simplemente, era ya una aventura para los pobres, para los desheredados, los parias campesinos. Eran los años del éxodo a América, la huida...". Dificultades que convirtió en seña de identidad histórica y subrayó como rasgo heroico de supervivencia e integridad de carácter. El símbolo emblemático de la necesidad extrema lo fijó en la carencia básica de agua para sancochar papas, porque, como recordaba, «los conejeros vivieron épocas calamitosas en las que se prestaban el agua de hervir batatas para seguir hirviendo batatas»:

"Año tras año de sequía, el gofio era el pan diario del que lo tenía, que no todos lo tenían (de maíz, de trigo, de cebada), y lo hacían del «cosco, la flor marchita del higo picón», y, como el gofio solo no era condumio pasadero para el guargüero del hambriento, faltando el pejín (sardinilla resequida al sol), venía la batata a ocupar su puesto impertérrito de alimento idóneo. Pero había días en que no había agua, faltaba el agua para sancochar las batatas, y ahí tienen ustedes al ama de casa que se va a la vecina y le pide un poco del preciado líquido, que si no, a la jambruna irremediable. Y la vecina, mirando fijamente a la pedigüeña, le dice:

Mira, acabo de retirar las batatas del fuego. Yo las escurro y te llevas el agua para que guises las tuyas, pero... con una condición: que el agua que sobre me la devuelvas".

Perdomo esgrime la razón histórico-antropológica de Lanzarote porque, a partir de las condiciones materiales, proyecta una lectura política implícita y, a la par, una lectura sobre la condición moral de los isleños, que considera adulterada, en paralelo al menoscabo del paisaje y la alteración de la fisonomía física. Confronta la isla de la miseria, "sedienta, hambrienta, famélica" para él un eje de referencia en cuanto a valores, por las virtudes de trabajo, esfuerzo y sufrimiento que exigía a los hombres y mujeres de antaño, a la isla de la construcción, los hoteles, los turistas, el negocio y el dinero fácil para unos pocos, "isla sibarítica. Isla comelona y glotona, y no digo golosa. Isla empanzurrada, que un pintor surrealista o simbolista reflejaría en los trazos de un enorme vientre geológico, un rollo interminable de tripa llena y un ano abierto como el más profundo jameo de volcán", una isla que no se reconoce en el espejo "auténtico" de su origen, mientras, a ojos del cronista, enferma, se desvirtúa y es mancillada. Se trata de una lectura física pero también de un relato ético. Alude a su isla natal, pero concierne a Canarias.

El escritor defiende su memoria, la raíz mítica y, paradójicamente, idealista de Lanzarote, mientras dispara contra su tiempo, contra la sociedad en que vive y le incomoda. La riqueza y los fuertes nunca formaron parte de su mundo, de sus intereses humanos ni literarios, si no fue para desaprobarlos, fustigarlos y combatirlos, confrontándolos, en una robusta visión de clase, al proletariado y los excluidos por el sistema.

En sus crónicas de la década de los ochenta y primeros años noventa, son frecuentes las invectivas contra la especulación y los especuladores, a través de las cuales expresa su disgusto, irritación y desprecio. Siente que se ofende a Lanzarote, que se degrada y se desfigura, saqueada por dinero. Se manifiesta con extrema dureza: "A estos nuevos ricos del especulio y la poca vergüenza, yo voy a llamarlos así: los desrabonados. Los que se creen o han creído que ellos, seres privilegiados, no necesitan espantarse las moscas verdes de los ojos cuando los tumbe la muerte".

Desde su atalaya de Teguise, Leandro Perdomo construyó su antagonismo periodístico censurando los vicios que corrompían el "alma conejera" y, a su juicio, destruían Lanzarote, mientras generaban injusticia social, como consecuencia de la burbuja inmobiliaria turística. Una vez y otra, repudió la riqueza, apoyado en una posición ideológica anticapitalista, de clase, que atraviesa y alimenta su literatura proletaria, y modula sus afectos y desafectos, coherente con sus propias condiciones de vida, instaladas en el ámbito de "los de abajo". El dinero, como emblema de prosperidad personal, como meta social, "en esta sociedad metalizada y bursátil y mercantilista y fieramente egoísta que nos ahoga", es objeto permanente de su desafecto y sus reproches: "el poder del dinero, por lo que baila el perro", "el jodido dinero".

En pleno crecimiento inmobiliario y ocupación del suelo para dotar de infraestructuras a la industria turística y expandirla, refleja en sus entregas el testimonio de la frenética actividad económica, descrita, con elocuencia, al modo de una acción que engulle el lugar mientras provoca su desazón:

"Mira me dijo mi pariente, mira cómo por todas partes revientan a la isla. Eso son tractores, palas mecánicas que no descansan de noche ni de día, con sus dientes de acero que se ahondan en la tierra para dar cabida al cemento, al negocio, a la especulación. Que haya uno nacido aquí para ver esto, cómo se comen la isla y la devoran. Porque, si esto sigue, no habrá en Lanzarote un mínimo lugar donde nazca la hierba..."

El desenlace es desesperanzador. Sus palabras certifican el "estrangulamiento" de la isla, en un grito coetáneo a las denuncias de César Manrique en defensa de la tierra y la calidad de vida de sus habitantes, en defensa de la singularidad, los límites al crecimiento y el genius loci, porque "de continuar las cosas como hasta aquí', escribe el autor de Crónicas isleñas "no le quepa duda a nadie: Lanzarote se verá asfixiada, sin poder respirar, agarrotada, hundida...". Su exasperación ante el "crimen" y la codicia con el argumento del progreso como pantalla, se expresa con voz irritada y aflicción:

"Dije que si no se pone coto, si no se toman medidas tajantes y urgentes, pronto habrá de pronunciarse solemnemente, rotundamente, fúnebremente, el réquiem por una isla estrangulada. Y lo dije y no me arrepiento, porque a nadie se esconde la triste realidad que se avecina. Las construcciones a mansalva siguen y el hierro y el cemento y la grava y la mezcla mamposteril continúan cubriendo las costas playeras y sin ser playeras como una maldición, como una execración, como un cruel anatema antiguo y execrable. ¡Pobre Lanzarote! [...] y por eso hablo, grito, maldigo las circunstancias en las que se ve envuelta la isla esta donde nací y fui niño y me hice hombre y hoy, atosigada por esas fuerzas malditas del egoísmo humano y el medro y la especulación y la gula de dineros y placeres, se ve agredida, achantada ante las potencias económicas invasoras y otros factores que pronto, sin otro remedio ni escapatoria, le apretarán el gaznate hasta el último aliento, hasta verla completamente estrangulada. Qué crimen, señores, qué crimen se está cometiendo a los ojos de todos, qué canallescos atropellos, qué infames e infamantes delitos sobre una isla que siempre fue digna, con dignidad de hombre incorrupto, en nombre del progreso."

Los estragos de la tierra, los destrozos materiales proyectan su efectos sobre la vertiente humana, que también pierde su carácter singular, en la concepción estática y esencialista de la identidad que maneja Perdomo, en medio del fragor del choque cultural que se produce en la década de los setenta y ochenta. Su diagnóstico emerge como un síntoma del brío con que se desencadenan las transformaciones y evoluciona el paisaje social: "Según todos los indicios, este va a desaparecer, el ente humano conejero, si no es que está desapareciendo ya, que está ya borrándose, extinguiéndose totalmente en el horizonte del cielo este nuestro seco isleño".

En la perspectiva de los años, Leandro Perdomo se presenta como el notario de una época en la que los indicadores económicos de la isla se dispararon y la estructura productiva sufrió un vuelco tan significativo como la social, la paisajística y la cultural. Su literatura lega un testimonio envuelto en conciencia. Invariablemente al lado de los débiles, denunció con severidad los negocios deshonestos y las malas artes empleadas para hacerse con la propiedad de la tierra y engañar a la gente humilde. Frente a los modos turbios de la estafa, la usura, el abuso y la usurpación de propiedades, exigía la "desinfección" y el "dragado" de las conciencias, sanear y descontaminar el entorno. Para ello, apelando al sentimiento de "dignidad colectiva", reclamó la creación de un cordón sanitario que aislara socialmente al "logrero", al "oportunista", a quien "se enriqueció con artimañas":

"Se ha cometido tanto atropello en Lanzarote, se han hecho tantos negocios sucios incautándose de tierras que pertenecían a pobres gentes y engañando y explotando a pobres gentes, que se impone una fumigación total del ambiente, una desinfección plena del ente moral, un "dragado" a fondo de las conciencias. [...]

Para ello no se necesita dinero ni recurrir a los altos poderes públicos, sino simplemente una actitud de "dignidad colectiva" (voy a denominarlo así) por parte del pueblo, de los hombres y mujeres de Lanzarote que aún, ¡y gracias a Dios!, no se han dejado arrastrar por la corriente materialista y depravante que de unos años acá azota y barre la isla como un vendaval.

Esa actitud de dignidad colectiva ya pueden suponerse ustedes cuál será: el desprecio, el aborrecimiento hacia todo aquel que en Lanzarote no se ha preocupado si no de sí mismo, de su medro y de su lucro sin importarle un pito los intereses generales de la isla; el desprecio y el aborrecimiento claramente manifestados en las relaciones y trato social a todo aquel que se enriqueció con artimañas a costa del desvalido o del ignorante; el desprecio personal y el aborrecimiento de tú a tú, cara a cara, frente al oportunista, al logrero, al que se aprovechó de unas circunstancias para apropiarse de lo que no le pertenecía... Media isla de Lanzarote, o casi media isla, ha sido malvendida, con trucos de propiedad camuflada, con usurpaciones de derechos y viles e ignominiosos procedimientos... "

El autor de Lanzarote y yo asistió y registró las vicisitudes de una isla agitada, que abandonaba un estilo de vida y un mundo de relaciones propias de sociedades pequeñas, volcadas sobre sí mismas, sujetas a economías de ciclo cerrado, para adentrarse en la modernidad y el cosmopolitismo, en el tráfico de intercambios alentados por el auge del sector servicios, abriéndose a los cuatro puntos cardinales, más allá del horizonte atlántico. La transición sucedió deprisa, provocando fracturas consistentes. Las cicatrices del trauma aún necesitan sutura. El cronista no se sintió a gusto en el mundo y la época que vivió, «una sociedad podrida y baladrona», "endurecida, competitiva y egoísta", en la que se verificaba "la condición bestial del bicho humano", del que "habría que esperar las peores acciones, por increíbles y ruines y miserables que parecieran". Probablemente acuciado por su experiencia vital, ahondó en el pesimismo existencial. Estaba en camino un mundo insular renovado, moderno, diverso, conectado, paradójico y en evolución, al que Leandro Perdomo ya no pertenecía. El tiempo que dejaba atrás encontró en su literatura periodística un archivo imprescindible para su conocimiento, pero valioso también para extraer claves que contribuyan a descifrar el trepidante y líquido presente.

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