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Modesto Cobielles: el hombre que descubrió la cueva de Altamira

El protagonismo del fabricante de tejas nacido en 1820 en el hallazgo de las pinturas rupestres ha quedado oscurecido por la figura de su patrón, el estudioso Marcelino Sanz de Sautuola

Modesto Cobielles: el hombre que descubrió la cueva de Altamira

La historia es a veces caprichosa con sus protagonistas y decide, inmisericorde, conceder la gloria solo a unos pocos elegidos dispuestos a alcanzar su cima para grabar en ella sus nombres con letras de oro. Tal es el caso del descubrimiento de la cueva y de las pinturas rupestres de Altamira, historias ambas paralelas y que han sido entremezcladas, eclipsando entre las brumas espesas del olvido el nombre de Modesto Cobielles.

En 2020 se cumple el bicentenario del nacimiento de este hombre de origen humilde y tejero -fabricante de tejas y ladrillos- de profesión, atendiendo a los datos proporcionados por el padre Patricio Guerín en su Centenario del descubrimiento de la cueva de Altamira. Según su partida de bautismo, conservada en la parroquia de El Salvador (libro VII, folio 88), Modesto Cobielles Pérez nace un 15 de junio de 1820 en la localidad de Celorio, en Asturias. Parece ser que pronto se traslada a la provincia de Cantabria, donde trabaja como labriego rentando tierras propiedad de don Marcelino Sanz de Sautuola, importante terrateniente y benefactor de la zona, abogado, coleccionista y gran aficionado a la geología y a la arqueología. Cobielles realiza trabajos frecuentes de mantenimiento de las propiedades de Sanz de Sautuola y conoce de sus intereses e inquietudes por la exploración de cuevas de la zona en busca de material prehistórico.

De este modo, y en una fecha aproximada al año de 1868, rondando Cobielles el medio siglo de edad, sale a cazar por la zona acompañado de uno de sus más fieles y avezados lebreles. Podemos imaginarnos con cierta facilidad la abundancia de vegetación y la irregularidad del terreno, a pesar de que el término municipal de Santillana del Mar es muy conocido y frecuentado por este hombre. Pensemos en el perro avanzando y olisqueando el terreno húmedo y fértil, pleno de rutas mágicas, innumerables rescoldos del paso del tiempo, erosionadas y abiertas entre el paraje rocoso. De pronto, el animal se detiene inquieto en la boca de una gruta. Algunos historiadores señalan que pudo quedarse atrapado entre la maleza y que, solícito, Cobielles acude a rescatarlo de las garras de los espinos. Sea cual sea la verdadera razón, el tejero le sigue ágil a pesar de la edad. Frente a él, la entrada a una cueva oscura, angosta, profunda, medio escondida entre la maleza del paraje. La particularidad y grandeza de nuestro personaje radica en saber distinguir la relevancia de aquella gruta, pues bien pudo haber sido una de tantas a las que sus ojos estaban acostumbrados.

Cobielles regresa con rapidez para avisar a Sanz de Sautuola del descubrimiento. El estudioso, que con frecuencia suele visitar y analizar las cuevas de la provincia cántabra, anota las impresiones de su informante. Sin embargo, no será hasta 1875 cuando ambos visiten la cavidad, localizando algunos útiles, restos de fauna y pequeños grabados y signos abstractos en distintas galerías de la cueva a los que Sanz de Sautuola no confiere demasiada importancia pues, según sus iniciales impresiones, no parecen estar realizados por seres humanos. El más importante descubrimiento de la arqueología española aún no se ha producido.

Durante los años posteriores, Sanz de Sautuola sigue reconociendo e identificando nuevas cavidades rocosas de la zona hasta que, posiblemente a comienzos del otoño de 1879, acompañado de su hija María Justina, que por aquel entonces contaba ocho años, decide visitar de nuevo la cueva descubierta por Cobielles. Avanzando con cuidado por las angostas galerías, de pronto la voz infantil de María retumba en la sala principal de 2 metros y 30 centímetros de altura. "Papá, mira: bueyes pintados", exclama señalando con su índice algunos de los polícromos más importantes de la historia de la arqueología rupestre mundial.

Al año siguiente, en 1880, Sanz de Sautuola publica su obra Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander, en la que defiende el origen prehistórico de estas pinturas. Miembros ilustres de la Institución Libre de Enseñanza como Francisco Giner de los Ríos o Rafael Torres Campos avalan la autenticidad del descubrimiento, junto con la aprobación del más importante naturalista español especializado, el valenciano Juan Vilanova y Piera. Sin embargo, las máximas autoridades de la arqueología paleolítica mundial, los franceses Émile Cartailhac, Gabriel de Mortillet y Édouard Harlé, consideran los polícromos como un fraude hasta que, tras el descubrimiento de una serie de grabados y pinturas en las cuevas francesas de Le Mouthe, Combarelles y Font de Gaume, en 1895, reconsideran su postura y dan por bueno el hallazgo. Demasiado tarde pues ya muchos de los que habían participado en tan magno descubrimiento y defensa habían fallecido. Cobielles, Sanz de Sautuola y Vilanova nunca pudieron recibir en vida el reconocimiento merecido. Sirvan estas líneas de homenaje para no olvidar la figura de Modesto Cobielles, el hombre que, con su visión, destreza y lectura acertada, sentó las bases para que los grandes prehistoriadores del mundo pudieran reconocer la cueva de Altamira como uno de los hallazgos más importantes de la historia de la humanidad.

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