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Pintura sobre pintura

TEA presenta ‘Escalas (1980-2020)’, la exposición antológica, que no de antología, de Luis Palmero, “uno de nuestros grandes artistas canarios”

Obras de Luis Palmero de la muestra ‘Escalas (1980-2020).

Opino, sinceramente, que la sinceridad está sobrevalorada pero, a pesar de ello, hoy quiero confesar que este artículo estuvo a punto de no ver la luz. Entre que tengo lío y que parece que no arranco todavía de este estado de chof pandémico, últimamente practico mucho la regla Bambi de la crítica que aboga por la concentración de recursos. Esto es, solo te lías la manta a la cabeza con aquello que te resulta realmente interesante.

Sin embargo, como en toda regla, hay excepciones. En este caso, las exposiciones de los grandes. Un modo infalible de reconocerlos es que la gente baja la voz y mira a ambos lados cuando dice que no le gusta su trabajo, como en secreto, porque no quieren ser tomados por sacrílegos (no utilizo esta palabra en vano).

Escalas (1980-2020), la muestra de Luis Palmero (Tenerife, 1957) que puede verse en TEA hasta el 9 de mayo, me resultó, en principio, una exposición pensada para los admiradores y los detractores del artista, quienes pueden disfrutar de su absolutamente maravilloso/espantoso trabajo —ambas dimensiones igualmente placenteras— y echar una tarde agradable. Recoge más de medio centenar de piezas creadas por el pintor en los últimos cuarenta años, y lo que leído acerca de ella apunta a que era una muestra necesaria para saldar una deuda con este creador cuya larga trayectoria requería una antológica. No entro en este asunto. No me quita el sueño la justicia artística.

Sinceramente, me interesa más o menos un cinco sobre diez lo que se muestra en “Escalas (1980-2020)”, por lo que no coloqué entre en mis prioridades echarle horas a esto. Sin embargo, puesto que la muestra lleva implícita una selección de obras, supone un “esto sí” pero, también, un “esto no” que, resulta, sí me interesa; así que lo no visible, que también está, capta mi atención y es, en realidad, responsable de este texto. Otorgo a esta exposición el mérito de haber dado pie a conversaciones interesantes sobre algunos temas artísticos que se tratan poco. No me adelanto. Con todo, distingo dos lecturas de esta muestra: una “sobre” la obra de Luis Palmero y otra, “a través” de la obra de Luis Palmero.

Lo que el público puede ver en TEA es, como digo, una selección de trabajos del artista realizados entre 1980 y 2020 y que se han distribuido en orden cronológico interrumpido en algunos momentos, para intentar generar dinamismo en las salas, sea por proximidad discursiva sea por relaciones formales.

Todas estas obras de Palmero juntas se me revelan como un cuaderno de notas de los diálogos que ha establecido con otros artistas a lo largo de su trayectoria. Reflejan sus deslumbramientos, denotando una actitud favorable a la indagación y la sorpresa, cualidades maravillosas que, en la mayor parte de los mortales tienden a apagarse con los años. Sin embargo, es fácilmente observable cómo la obra de Palmero se va alegrando a medida que pasan las décadas, perdiendo trascendencia, ganando resplandor profano y, también, algo que me gana, ironía, por lo que confieso mi predilección por las piezas de la colección Hola dolores (2013).

Destaco, también, la obra Sin título de 2004, dispuesta junto a Madame Denise René I-VI (2002), que responde a una indagación puntual del pintor, una prueba que quedó en nada pero que constituye algo reseñable, ya que no es fácil observar intentos fallidos de un artista —que han de ser muchos y muy gordos, si quiere llegar a algo— y menos en una exposición de este tipo, donde se acostumbra a sacar solo el mejor plumaje. En esta “Sin título” Palmero trastea con el negro y concluye, creo, como antes Monet, que el negro no es lo suyo.

Como decía, en esta muestra es posible disfrutar la obra del pintor a la par que aprender sobre artistas esenciales de los últimos cien años. En Sin título (1999), de la colección TEA, surge la cita a La carga de la caballería roja (1928/32) de Malévich, figura decisiva para Palmero quien, también, desarrolló esta idea de encuentro en su serie Museos (2000), donde puso a dialogar a vanguardistas insulares con creadores del continente europeo en una especie de juego de pintura sobre pintura, una manera singular de metapintura. Se cuentan entre sus principales referentes Jörg Immendorff, Imi Knoebel y Blinky Palermo, quienes, junto a su maestro, Joseph Beuys, convirtieron a Düsseldorf en un centro neurálgico del arte internacional entre finales de los sesenta y mediados de los setenta. Estos años pillaron a Palmero siendo un joven estudiante de Bellas Artes, en La Laguna, primero, y en Barcelona, después, y fue ante aquellos espejos alemanes que Palmero alcanzó la madurez de su lenguaje.

Anteriormente confesé que mi verdadero interés por esta muestra reside en aquello que no se ve pero me hace pensar, componiendo una lectura “a través” de la obra de Palmero. Dice Aurora Fernández-Polanco en Otro mundo es posible. ¿Qué puede el arte? que el arte de “mera exhibición” también puede. Opino que, a fecha de hoy, lo tiene más que difícil. Así, Escalas (1980-2020) se me queda correcta, perfecta, como comentaba inicialmente, para quienes quieran deleitarse/despacharse a gusto con el trabajo de Palmero. Pero, lamento decirlo, no estamos en un mundo que permita que esta “antológica” sea “de antología”. Me explico.

Mientras contemplo los cuadros de Palmero de principios de los 80 me atacan Didi-Huberman y su teoría sobre las imágenes que nos miran —que, aunque me fascina, siempre me da yuyu. Estas obras surgen ante un mundo que se parece muy poco a aquel en el que fueron alumbradas. Me pregunto qué ven.

Una persona muuuuuy cercana al mundillo artístico de aquellos años en las Islas, y que sabe bien de lo que habla, me contó de la dificultad de Palmero y, en general, de los jóvenes artistas insulares del momento (incluidos sus compañeros de taller Carlos Matallana, Adrián Alemán y Pepe Herrera) para abrirse paso en competición con los veteranos que cortaban el bacalao. Esto que, al fin y al cabo, es un clásico en la historia del arte, me lleva a preguntarme: ¿Con quién compiten hoy las obras de Palmero y las de los demás artistas? Lo hacen con todas las imágenes del mundo y, sobre todo, se enfrentan a nuevos y acelerados modos de valoración y recepción.

Leon Golub utilizó el término jittering para referirse a la capacidad de las imágenes para pasar desapercibidas o, al menos, desatendidas por nuestra conciencia. “Nuestra respuesta a ellas —decía Golub— es tan blanda e inerte como nerviosamente temblorosa (jittery)”. Anteriormente mencioné La carga de la caballería roja de Malévich, único cuadro abstracto de este pintor que, durante mucho tiempo, fue reconocido por la historia oficial del arte soviético como contribución a la imagen de la Revolución de octubre. Creo que en nuestro mundo, contribuiría poco a nada.

También, en esta lectura “a través” de Escalas (1980-2020), me da por analizar este síndrome peculiar que padecen aquellos que son calificados como “uno de “nuestros grandes artistas canarios”. Vayamos por partes. Que Palmero es artista no es discutible: lo avalan su formación, su trabajo y su trayectoria; que es canario tampoco puede ser motivo de debate: lo acreditará su DNI. Nos adentramos en lo subjetivo si se le califica de “grande”. No me interesa, en absoluto, entrar en si lo es o no; como dije, no me motiva la justicia artística. Lo que me interesa es quién/cómo/cuándo/dónde se pone este cuño, “grande”, es decir, la legitimación del arte.

Que yo sepa, en lo que toca a un artista vivo y en activo, puntúa muy mucho el número de exposiciones realizadas, especialmente las individuales en instituciones oficiales importantes, y más si han tenido lugar en centros prestigiosos de las principales capitales del arte nacional e internacional. Se supone que esto representa una trayectoria continuada pero, sobre todo, validada y, repregunto, ¿quién valida esto? A aquellos que piensan que lo hace el público, les digo que me emociona su candidez. Allan Bowness desarrolló una teoría sobre los círculos de reconocimiento del artista: primero, los pares; segundo, los expertos; tercero, el mercado y, cuarto y último, el público. De hecho, Bowness estimó que el público necesita aproximadamente veinticinco años para reconocer la valía de un artista “verdaderamente original”.

No he acabado aún con el asunto de “nuestros grandes artistas canarios”. Queda lo mejor, “nuestro”. A ver, nuestro ¿de quién? Me temo que esta disputa por la posesión debe ser una losa para un artista. Connota todo lo que hace. Como he destacado, la obra de Palmero está llena de citas y conversaciones con otros artistas sobre sus cosas sin atender a latitudes ni longitudes (por irnos lejos con la libanesa-estadounidense Etel Adnan). En El misterio de la creación artística Stefan Zweig reflexiona acerca de cómo, cuando el artista crea, no está en sí mismo, sino en su obra. ¡Cómo para estar en Nuestro Padre Teide y en lo agreste de nuestro paisaje! Nada, nada, ganas de agrandar nuestro ego a base del trabajo de otros.

Creo que reparé en ese asunto en mi primera visita a Escalas (1980-2020), cuando noté algo desconcertante: la sombra de Jorge Oramas, siempre tan pegada a cualquier cosa que se escribe sobre Palmero, me pareció en esta exposición menos alargada y me preguntaba: ‘¿Será algo intencionado?’. La respuesta me resultaba la clave de esta muestra. Pregunté a Nilo Palenzuela, comisario de la exposición, y su contestación fue “sí”. Pues eso.

Finalizo con la mención a la magnífica obra de Dora García 100 obras de arte imposibles (2001). La número 89 reza Rebobinar la propia vida.

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