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Pildain y Franco, a orillas del Guiniguada

Relato novelado de las dudas del obispo de Canarias tras adherirse a la causa del 18 de julio

El obispo Pildain en el transcurso de una procesión. | | JUAN MELIÁN CABRERA

«No vuelvas a nombrarme jamás esa carta, ¿has entendido? Jamás».

Responde así el obispo Antonio Pildain a su secretario Rafael Vera mientras almorzaban en un soleado día de julio de 1945, según refiere Juan José Mendoza en el capítulo titulado Jinámar de su novela A orillas del Guiniguada.

¿Qué llevó a Pildain a firmar la carta de los obispos españoles de adhesión al Movimiento Nacional? Antonio Pildain y Zaplain, servidor solícito de la Iglesia de su tiempo, nada debía al general Franco antes de ser consagrado obispo en Roma, el 14 de febrero de 1937. Ni como político, elegido diputado católico vasco en las Cortes Constituyentes de la segunda República el 28 de junio de 1931; ni como ordinario de Canarias, nombrado antes de que el comandante militar de Canarias dejara el hotel Madrid y subiera al Dragón Rapide en Gando para levantar al Ejército en Marruecos. Nombrado por Pío XI, la República se había negado a conceder el preceptivo placet al ordinario de Canarias, cierto es que, tras un retraso de nueve meses, no pudo tomar posesión hasta que Franco aceptó.

Fue el cardenal primado Isidro Gomá quien planteó a Franco el caso de Pildaín. El ya entonces Jefe del Estado contestó que no aparecían «contra él cargos probados de carácter político y al haberse hecho el nombramiento con anterioridad al Movimiento Nacional», se le reconocía la plenitud de su funciones dentro de su diócesis canaria. «Pildain, que procedía del nacionalismo vasco, se mostraría reticente ante el nuevo régimen. Desde Canarias habría de mostrarse contrario a Franco», recoge Luis Suárez en su libro Franco y la Iglesia. Esa posición que acredita el historiador ‘oficial’ del franquismo no fue obstáculo para que el julio de 1937 rubricara su apoyo a la causa del Gobierno de Burgos.

En aquel aciago marzo de 1937 ya todos lo obispos existentes en la zona republicana habían sido asesinados, excepto el balear, que murió de muerte natural, y el de Tarragona, Vidal y Barraquer, que fue salvado por el político Luis Companys y enviado al destierro en Roma. Hay constancia de 2.514 religiosos y 4.352 entre prelados, sacerdotes y seminaristas asesinados en una espiral de violencia que no pudo contener Juan Negrín pese a la petición expresa de su hermano Heriberto, sacerdote claretiano. Miguel Serra, que había dejado vacante la sede episcopal canariense a la que ya había sido preconizado Pildain, fue fusilado el 9 de agosto de 1936 en Castellón. Pildain ya había salido de España aconsejado por Mateo Múgica, obispo de Vitoria, que no firmó la carta a favor del Franco.

¿Inclinó el clima de martirio eclesiástico la pluma de Pildain en el documento conjunto de los obispo españoles que apoyaba la causa de Franco? La carta que legitimaba la rebelión militar se publica el 1 de julio de 1937 con la firma de dos cardenales, seis arzobispos, 35 obispos, entre ellos el de Canarias, y cinco vicarios generales. «La carta hizo a la causa de Franco un bien incalculable», afirma Paul Preston. Aunque el bombardeo de Guernica dividió a la opinión católica del mundo, el 28 de agosto de 1937 se informa que el Vaticano reconoce al Gobierno de Burgos como el legítimo de España.

En ese ambiente inicia Pildain un episcopado de 29 años, ocho meses y 25 días, que se extendió hasta 1966, entre dos guerras que marcan el siglo y un concilio ecuménico, y que termina como el primer obispo que se jubila, según las nuevas normas canónicas tras el Vaticano II. Ese recorrido es el que Juan José Mendoza perfila con un pulso literario digno de reconocimiento en su novela A orillas del Guiniguada. Una obra que recrea a un pastor con profundas convicciones «de amor a la Iglesia, libertad para su misión y preferencia por los más pobres y necesitados», según la síntesis del teólogo Segundo Díaz al definir los aspectos sociales que caracterizan su episcopado.

La obra de Mendoza editada por Mercurio permite conocer en 308 páginas, gracias a la confesión de su secretario Rafael Vera, un retrato personal de un obispo políédrico que Juan Rodríguez Doreste califica de «ser excepcional» de recio humanismo y gran corazón, «como el rasgo más plenamente significativo y definitivo de su personalidad». El socialista y también político en la República, que compartió hemiciclo con Pildain, habla de la «madera de santo» del sacerdote vasco en su Visión sesgada de un gran obispo: el doctor Pildain. Se habían conocido en la tribuna del Congreso de las Diputados a la que se subió Pildain para desmentir aquel, «España deja de ser católica», de Manuel Azaña; para enfrentarse al anticlericalismo de los socialista; y a los gritos de «fuera el clero», cuando intervenía en el Congreso vestido con sotana allá por 1933.

Destacable resulta, en este contexto, leer la carta que envía Pildain a «su» obispo Mateo Múgica en la que da cuenta de las dudas de su adhesión a Franco, y que en la novela de Mendoza resulta impactante, al cambiar de registro y encontrar el lector los caracteres de máquina de escribir.

Esa tensión y conflicto que refleja en la carta entre el franquismo y Pildain domina la narración. Rodríguez Doreste, por ejemplo, ilumina a Mendoza para adentrar su novela en el penal de Gando. Aquellos presos, «víctimas de malquerencias, rivalidades, celos o venganzas personales de malos vecinos, caciquillos pueblerinos o matones de barrio». «Fue esta misma masa anónima la que habría de nutrir con posterioridad las filas de los desaparecidos en la última purga de la guerra, a la que logró poner fin precisamente la tenaz, pugnadora y valiente intervención del obispo Pildain». El presidente de Canarias, Ángel Víctor Torres, en la línea de su compañero Rodríguez Doreste, siendo alcalde, concedió la ‘santidad laica’ a Pildain como hijo adoptivo de Arucas a título póstumo.

Juan José Mendoza cumple con creces la invitación que ya había escrito de Rodríguez Doreste para hacer de Pildain un personaje de magnitud suficiente para convertirse en un héroe de novela. La pluma de Mendoza ahonda en la memoria histórica del pueblo canario, en episodios que marcan a un pueblo como las sacas de Agaete, la sima de Jinámar; el cierre de la catedral al Jefe del Estado; la defensa de El Corredera; su aversión a Galdós y su museo; así como en la pintura de figuras fundamentales en la historia del siglo XX en la Isla. Se puede decir que el lector que se adentra en el texto se encuentra a un personaje apasionante y vive una aventura política y eclesiástica de otro tiempo.

La obra de Mendoza ofrece una visión diferente del episcopado; de un hombre de profunda y recia experiencia de Dios, con un carisma sobresaliente, y con un rico bagaje pastoral y teológico siempre al servicio de su ministerio; de un «vasco de cuerpo entero, como lo definió Indalecio Prieto, con capacidad de acompañar y defender al débil, con generosidad de corazón, como el obispo de los pobres, de los perseguidos. Sus desvelos teológicos y pastorales, su coherencia y rectitud al ser protagonista de una transición política y eclesiástica, le llevaron también a pagar el precio de la fidelidad.

No es una novela al uso, interpreto, con cierto atrevimiento. Alcanza momentos de emoción. Interesante y con oficio, es una agradable y enriquecedora compañía de historia canaria. Una perspectiva sobre Pildain con un lenguaje fluido, accesible y elegantemente canario con el que Juan José Mendoza presenta un relato altamente evocativo. No se queda en una recopilación de anécdotas. Su hábil manejo de la historia se despliega por un territorio mucho más vasto que son los recuerdos de Rafael Vera y la memoria colectiva de Gran Canaria.

Afirman los críticos más versados que no hay dificultad mayor en una novela que plantear personajes verosímiles y situaciones creíbles que tensionan el nervio de los lectores, y Mendoza la consigue. El libro está bien estructurado, se lee bien y su escritura revela al profesor que hay detrás. Una preciosa lectura para este verano.

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