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A fuer de liberal

Ricardo Miralles pone orden en los adjetivos que mejor definen la compleja personalidad política de Indalecio Prieto

Es sorprendente el empeño que muchos socialistas ponen todavía en la actualidad en ignorarse y negarse a sí mismos. Me refiero a los socialistas que no saben que son liberales y a los que ven en el liberalismo un adversario. Por más que la flamante presidenta de Madrid pretendiera reducir los recientes comicios autonómicos a una elección entre el socialismo y la libertad, la disyuntiva es falsa de raíz. La socialdemocracia está embutida de liberalismo desde sus orígenes hasta el presente. Antes de que la llamada «tercera vía» hiciera tal mezcla con ellos que resultaba imposible distinguirlos, Felipe González había reformulado el ideario del PSOE en un librito que tituló Socialismo es libertad. La tradición histórica del socialismo europeo ha tenido siempre un componente liberal destacado, también en España. En un capítulo del máximo interés de su último libro, La democracia y la izquierda, dedicado a repasar la evolución hasta nuestros días del socialismo liberal, José María Maravall menciona entre los grandes nombres de la política continental del siglo pasado a Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos y Julián Besteiro. En el prólogo a sus mejores discursos publicado en 1975, el hispanista norteamericano Edward Malefakis llamó la atención sobre el escaso interés que despertaba entre los historiadores la figura de Prieto, a pesar de haber sido, junto a Largo Caballero, el político más importante de la segunda generación de líderes socialistas, la que tomó el mando en 1917, cuando el partido se convirtió en un movimiento de masas.

Prieto, nacido en Oviedo semanas después de la muerte de Marx, confesó en su exilio mejicano que desde que era joven le fascinaba la política. Apenas tenía edad para afiliarse y ya solicitó su ingreso en el PSOE, al que estaría unido toda la vida. Su primer objetivo consistió sencillamente en establecer una democracia liberal en España. Pensó que solo era posible a través de una república y que la monarquía suponía un estorbo. Pero, a diferencia de otros socialistas, no consideró la II República una estación de paso hacia la revolución social, y menos que se empleara la violencia para llegar a ella. Al contrario, la única finalidad que concibió para el socialismo fue alcanzar la libertad. En el discurso Confesiones y rectificaciones pronunciado en 1942 en el Círculo Pablo Iglesias de la capital azteca, se mostró arrepentido de su participación en la revolución de Asturias, un hecho anómalo y difícil de explicar en su trayectoria, y de alguna manera admitió que ese error le había inhabilitado para aceptar el ofrecimiento de Azaña de presidir el gobierno. En aquel acto, volvió a proclamar que era «liberal y demócrata por encima de todo».

Prieto no fue marxista, ni un socialista de clase. Sin estudios, con escasa formación teórica, pragmático –«la política no es un fumadero de opio», llegó a decir–, no tuvo más propósito que construir una España moderna, solvente, bien asentada. Su ideal fue una nación integrada por ciudadanos libres y respetuosos con los derechos y las instituciones democráticas. Liberal, socialdemócrata, republicano, reformista, regeneracionista; Ricardo Miralles, historiador donostiarra, intenta en los trabajos reunidos en este libro situar en el orden que les corresponde los adjetivos que mejor definen la compleja personalidad política de Prieto. Que no ejerció poder en el PSOE, pero sí una enorme influencia en momentos decisivos, lo que no bastó para evitar sucesivos fracasos, teniendo que repetir el viaje forzoso al exilio. Dedicó su último esfuerzo a devolver a España la democracia perdida en la guerra civil, aunque fuera al precio de tolerar la monarquía que tanto denostaba, pero entonces el abandono de las viejas democracias europeas provocó su derrota final. No obstante, además de frases lúcidas y memorables, la vida política de Prieto ofrece algunas grandes lecciones a los socialistas y los españoles de hoy.

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