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Tomás Morales, ante el microscopio en su consulta de Agaete. | |La Provincia

Tomás Morales, centenario 1921/2021 | Una voz con horizonte

El poeta de la vocación

La realidad de un escritor que navega entre la exactitud de las ciencias médicas y el abismo lírico de la poesía

A las 9 de la mañana del primer viernes de octubre de 1900, Tomás Morales contempla el panorama portuario que se vislumbra al cruzar la calle que le conduce a uno de los buques de construcción inglesa cuya chimenea, una superestructura de gran poderío a los ojos de un joven de dieciséis años, se ve considerablemente aumentada entre la abrupta ladera de las montañas de La Isleta y la carga de barriles, cosecha de cultivos y gallinas enjauladas que surten las bodegas de otros cargueros con rumbo a las islas menores, comarcas aisladas de las mayores y barcos que hacen las rutas del Atlántico Medio y el Atlántico Sur. Es un hermoso día de otoño. Una vez en la cubierta del bonito vapor procedente de los astilleros de Newcastle, la vista es sobrecogedora. Las praderas del interior de la isla no han cambiado de color: cuadrados marrones y amarillos hacen de fondo de escenario durante el ascenso de las primeras bandadas de gaviotas que sobrevuelan los estandartes de las compañías navieras hasta, finalmente, volver al bullicioso espigón. Queda ya poco para comenzar a hacer realidad su sueño: convertirse en médico, empezar también a hablar y a pensar como los médicos, interpretar el dolor como explican los médicos... Entender, en fin, que la enfermedad y la muerte son parte de la vida y que vivir la vida con plenitud permite, en ocasiones, dejar a un lado esa capacidad juiciosa que tienen los médicos con el fin de evadir, en cierta medida, la evidencia de la enfermedad. Este era, en parte, su cometido: darse cuenta de que los versos no curan pero ayudan a que cuando se está enfermo, los achaques sean más llevaderos. La poesía y la medicina sorprenden, así de mañana, en cubierta y sin el humo de la revolución industrial, a nuestro joven poeta frotándose a veces las manos con las que ya escribe versos y, quizás, ¿quién sabe?, algún día, utilice igualmente para curar, aun sin saber exactamente qué males dañan al ser humano, sin padecimientos propios, obsesiones profundas y estigmatización de la enfermedad. «¡Hombres de mar, yo os amo!», escribe en los últimos versos de Los puertos, los mares y los hombres de mar, «Y, con el alma entera, / del muelle os gritaría al veros embarcar / ¡Dejadme ir con vosotros de grumete siquiera! / ¡Yo, cual vosotros, quiero ser un Lobo de Mar!».

Con licencia oficial otorgada por el Departamento de Marina de Cádiz para circular libremente por el océano según lo preceptuado en el artículo 3º de la ley de 22 de marzo de 1875, Tomás Morales inicia los estudios de medicina embarcándose desde primeras horas de la mañana en el Hespérides. La imagen de sí mismo, sumada la conjugación de un joven viajero con la inmensidad del mar y la tecnología del buque superándose frente a la Bahía de las Isletas, supone el comienzo de una vida que, a partir de ese preciso instante, navegará a medio camino entre la celebración de la ciencia y las renovaciones del Modernismo. En los años de alrededor de 1900, el realce social del médico se hace patente en las indicaciones de su madre; también en la mágica autoridad que dicha figura ejerce con los enfermos, en el diagnóstico exacto, el tratamiento adecuado y la metáfora que, en las cosas del saber, no existe. Más allá del prestigio, la utilidad y las obligaciones que elevan el papel de los facultativos a un nivel de reconocimiento apenas experimentado en la historia, auxiliar al enfermo es como ayudar a toda la familia. Nadie cuestiona la maestría con la que los médicos practican el arte de diagnosticar y ejercitar la terapia diferencial. Sólo ellos tienen la regularidad de acercarse a cualquier domicilio en horas de la noche, entrar en las alcobas de personalidades eminentes, representar el papel de confesores laicos y dirigirse con autoridad, pero en voz baja, a la sobrina del enfermo, al padre, a la esposa, al hijo o al familiar más cercano.

En los primeros años del novecientos, el médico llega a ser el símbolo de la racionalidad positivista que viene a reemplazar la autoridad que ejercen los curas en el ámbito de los buenos consejos y la buena salud espiritual. En una buena parte de las novelas de Benito Pérez Galdós, el estudiante de medicina, más tarde médico de profesión, incluso cirujano y proverbial recitador del mejor tratamiento, enlaza certeramente con la profilaxia, las oportunidades y los adelantos científicos del momento. El ejemplo de Augusto Miquis, personaje que, a partir de la publicación de La desheredada, conseguimos relacionar con otros facultativos y novelas de publicación posterior como El doctor Centeno y Tristana, ayuda a vigorizar, a través del entusiasmo y la creatividad, el cuerpo enfermo de los que sufren.

En su condición de médico de la vida real, poco importa a nuestro personaje si es de día o de noche, si el paciente es hijo de un campesino, sobrino del alcalde o nieto de algún comerciante. En 1900, beneficencia, asistencia y sanidad, son prácticamente la misma cosa. Para la mayor parte de los enfermos con fiebre tifoidea, supuraciones óseas, incontinencia y cáncer incurable, la religiosidad supone una tabla de salvación a la que aferrarse en un mar ennegrecido por el dolor y el tormento. En España no es de uso corriente el seguro de enfermedad. En el Hospicio de Nuestra Señora de los Ángeles, en la Casa Cuna, Partos y otros servicios derivados del Hospital de San Martín de Las Palmas de Gran Canaria, así como en el Asilo de Alineados y Departamento de Leprosos del Hospital de San Lázaro, los enfermos sobreviven a duras penas porque no hay ingresos de capital, la Diputación Provincial no presta dinero y la limosna tampoco llega a cubrir los gastos de farmacia y enfermería.

La mycobacterium tuberculosis, descubierta por Robert Koch en 1882, castiga duramente a las clases pobres. La tisis tuberculosa crea discrepancias entre los que la sufren en un mundo de mendicidad y abandono, respecto a los que, perteneciendo a las clases acomodadas, la padecen en el lienzo, la ópera, el teatro, la poesía y la literatura romántica. Robert Louis Stevenson, como anteriormente padecieran el poeta Alexander Pope, John Keats y las hermanas Emily, Anne y Charlotte Brontë, fallece como consecuencia de la tuberculosis. En la adaptación de la historia que Giuseppe Verdi realiza de la obra de Alexandre Dumas, La dama de las camelias, así como en el musical que Giacomo Puccini interpreta inspirado en la obra de Henry Murger, Scènes de la vie de bohème, las protagonistas son víctimas de la citada enfermedad. Príncipes, reyes, ingenieros, médicos, mendigos, costureras, enfermeros, jóvenes, adultos, españoles, ingleses, alemanes y franceses, como casi todos, estaban potencialmente predispuestos a contraer la enfermedad, sentir la crueldad de su acción violenta en las entrañas y resignarse ante el ilimitado señorío de su germen.

En Tomás Morales: su vida, su tiempo y su obra, I, Sebastián de la Nuez apunta que con los dos aprobados en Patología Quirúrgica y Patología Médica, Tomás Morales logra, en 1910, acabar la carrera que había comenzado diez años atrás. En Viajes y Estudios, La Facultad de San Carlos… y Morales, médico rural, el citado profesor insiste en que la vocación médica de nuestro poeta pasa de ser un hallazgo casual a un objetivo a cubrir progresivamente por sí mismo. Lo más significativo en el desarrollo de su carrera no es, a nuestro entender, la desgana o falta de hábito de estudio, sino la inquieta juventud: las salidas, la búsqueda de la belleza y la literatura.

Comprar libros, traducir y establecer vínculos comunes con otros colegas de profesión, se hace, cada vez, más urgente y necesario. Luis Millares Cubas, Luis Doreste Silva, Gregorio Chil y Naranjo y Juan Negrín López, médicos de profesión y, a la postre, escritores, historiadores, conservadores de museo, antropólogos, periodistas e investigadores, entre otras inclinaciones y oficios comunes, compartieron, desde la medicina y la clínica del cambio de siglo, los intensos avatares de su profesión. Escasos años atrás, Domingo José Navarro Pastrana, médico y periodista profundamente interesado en los avatares políticos de su época y Domingo Déniz Grek, profesor, historiador y activo luchador médico contra el cólera morbo que azota la isla de Gran Canaria en 1851, fundaron, en 1856, la primera asociación insular de médicos, constituida, desde muy temprano en la mañana, con el firme propósito de aprovechar las mejoras que se pretenden abordar en el antiguo Hospital de San Martín y engancharse a las políticas de la recién estrenada medicina preventiva, labores de higiene y suministro de medicamentos.

Con voz persuasiva y metido de lleno en el curso durante el frío invierno madrileño, Luis Doreste Silva conoce perfectamente al alumno que, con el pelo tirado en la frente y la cabeza orientada hacia el arte de la poesía, le repite que «organizando bien los apuntes se aprueba seguro». El historiador, profesor y médico de profesión Domingo Déniz Grek, el antropólogo, historiador y también médico por vocación Gregorio Chil y Naranjo y el futuro auxiliar de medicina del Hospital San Martín, Luis Millares Cubas, ya se habían tomado en serio los estudios de Medicina en etapas muy distintas a la de Tomás Morales. El poeta de Moya, como decimos, es un escritor moderno. El Atlántico, su obsesión permanente. Por encima de los libros de medicina y el estudio de los trastornos fisiológicos de los órganos enfermos, Tomás Morales fija la mirada en un horizonte que queda más allá de los apuntes de clase, los impresos de matrícula y los manuales de consulta adquiridos a lo largo de los cursos. Como los años de juventud y de universidad obligan al repaso de las lecciones que entran en los exámenes de la Facultad, nuestro poeta se revuelve en todo momento contra la frialdad de la documentación científica, confiando, claro está, en sus estudios, en su propia responsabilidad y, a pesar de lo que aprende sobre la fragilidad de la vida, en la expresión sonora de la poesía. «Por eso sé ser triste», finaliza en Canto subjetivo, «y, en ocasiones fuerte; / y en medio de mi escudo pondrá mi fe ilusoria: / el hacha de abordaje que sabe de la Muerte / y el bandolín de plata que espera de la Gloria…».

«Verificado el examen de esta materia», leen con cierta angustia los estudiantes en las papeletas, «el interesado obtuvo la censura de… suspenso, aprobado, notable o sobresaliente», según fuera el caso. Tomás Morales supera todas las asignaturas en 1910. El que fuera su profesor de Anatomía, el doctor Federico Olóriz y Aguilera, fallece en 1912, su decano, el doctor Julio Calleja y Sánchez, en 1913, y el doctor José Gómez Ocaña, aislado siempre de la pasión que agita la vida profesional, en 1919. Licenciarse en Medicina por Madrid, Barcelona, Valencia, Santiago o Zaragoza, no intensifica la vida; tampoco la alarga. El resumen de cuanto Tomás Morales aprende, lo esparce, como intentamos ver, en sus epístolas y elogios fúnebres. Más allá del lugar donde ejerce su profesión o decide pasar un rato con los amigos, el poeta asume que la medicina no es tan poderosa como la muerte. El organismo envejece, germinan en él microbios que infectan las vísceras y matan. Tan seguro está Tomás Morales de este asunto que en el poema que lleva por título En la muerte de Fernando Fortún (6 de mayo de 1914), nuestro compositor asegura que, tras dicho fallecimiento, vendrá el suyo. Tarde o temprano, ya sea en la precoz adolescencia o en la infancia tardía, la hora postrera sigue siendo el momento más misterioso que nos aguarda: «Nosotros aturdidos, / el equipaje vamos preparando, / y por Ella, dormidos, / hacia el oscuro bando, / uno tras otro iremos desfilando».

En Epístola a un médico [Luis Millares Cubas], Tomás Morales prestigia la vida sobre cualquiera de los males que aquejan al hombre desde su propia naturaleza. En los últimos versos del poema, la medicina no es garantía de vivir una vida sin achaques ni convalecencias. La poesía tampoco cura; tan solo aumenta las ganas de vivir: algo que, expresado en palabras, fortalece, en el caso de nuestro autor, la práctica científica ante el hecho inevitable de la muerte: «¡La salud! Pura fuente, campo en flores, / maza de oro para la tristeza; / triaca magna de todos los dolores / y parangón de toda la Belleza… / Adiós, doctor y amigo; en una hora / tu ciencia nos unió con lazo fuerte. / Que ella salga de entrambos fiadora, / robándole jornadas a la muerte…»

La sintomatología de los enfermos, aun siendo un asunto relativamente interesante desde el punto de vista clínico, no forma parte de las conversaciones habituales de ningún médico. Si se habla del cólera morbo como epidemia, de un absceso palúdico pernicioso álgido o de una oclusión intestinal, es siempre en los despachos. Por Apolo médico, por Esculapio, por Hygia y por Panacea, Tomás Morales promete cumplir fielmente, según su leal saber y entender, el llamado Juramento hipocrático. Todos los médicos lo hacen. Venerar a los profesores que le enseñaron el arte de la medicina en Cádiz y Madrid, cuidar de su vida y asistir a los enfermos en sus necesidades, entraba también en aquel juramento. Todo lo que viere y oyere en el ejercicio de su profesión, y todo lo que supiera acerca de la vida de alguien, si fuera cosa que no debiera ser divulgada, lo callaría y lo guardaría con secreto inviolable.

En Los amigos (1965), uno de los relatos que Víctor Doreste incluye en Narraciones Canarias. Recuerdos de niñez y juventud (1965), Tomás Morales asiste una tarde al domicilio de la familia Doreste. Allí conversa con Rafael Romero, Francisco González y un tal doctor Quevedo. Las conversaciones, según palabras de Víctor Doreste, eran cultas, en muchas ocasiones, en total sintonía con el ars longa, vita brevis de origen hipocrático. En ningún momento se les escucha hablar de dolencias, cuidados paliativos y medicina, sino de William Shakespeare, Julio Verne, Rubén Darío, el malvasías de Canarias y, llegado el caso, de los favores de la «vinoterapia»: «Otro doctor, el siempre recordado Don Ventura, recetaba en las convalecencias, y en sustitución de algún anunciado y aquinado tónico, los supercaldos de su colega [el doctor Quevedo]. Y es que Don Ventura, aparte de su intuición para el diagnóstico, poseía también un ojo clínico extraordinario para curar deleitando». Este es también el caso de nuestro escritor: la realidad de un hombre que, durante el ejercicio científico de su profesión, navega entre la exactitud de las ciencias médicas y el abismo lírico de la poesía. La precisión lingüístico-quirúrgica que resalta en Oda al Atlántico es, en este sentido, el legado de esas travesías que, en los tiempos del vapor, lo llevaron por pasajes que dan cuenta de su condición humana, pero también artística: “Era el mar silencioso… y era su superficie… el equilibrio etéreo”.

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