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Herzog y Lanzarote: Una visita histórica

Werner Herzog imparte un taller en Lanzarote, donde hoy protagoniza un encuentro con el público organizado por la Muestra de Cine

Herzog en la zona montañosa de Nazaret, en Teguise . | |

La presencia en la isla de Lanzarote del cineasta Werner Herzog (Múnich, Alemania, 1942), una de las figuras canónicas del cine contemporáneo, no es, desde luego, un asunto baladí; ni pasará inadvertida, sobre todo para el medio centenar de cineastas de más de 20 países que acude al taller de creatividad cinematográfica que el maestro germano está impartiendo estos días en Arrecife, ni para la asistencia, que se prevé masiva, al encuentro que mantendrá esta misma tarde con el público en El Salinero. [El encuentro se lleva a cabo en el contexto de la 2º Aceleradora de Cine. Werner Herzog: Filmando un planeta exraño, organizada por La Selva. Ecosistema Creatiu en alianza con la Asociación Tenique Cultura].

Como las visitas de tantos otros próceres del arte y la cultura que han pisado nuestras islas en el pasado y cuyo recuerdo e influencia siguen permaneciendo intactos en el imaginario cultural de nuestro archipiélago, su prolongada estancia en tierras conejeras se contabilizará en el futuro como una apuesta decidida por situar a Canarias, y a Lanzarote en particular, en los escenarios más sofisticados de la cultura internacional.

Herzog contempla la vista del Bosquecillo de Haría. Claudio Utrera

Herzog, a quien se le considera desde hace décadas como uno de los grandes nombres propios del cine experimental, ha pasado con nota la inexorable prueba del tiempo, tal y como lo corroboran las diversas generaciones de espectadores que siguen revisando constantemente sus míticos filmes como espejos de un arte complejo, vivo e innovador y que nos conecta automáticamente con una etapa crucial para el desarrollo de los cines europeos, incluido el español, en su búsqueda de una nueva identidad estética e industrial que les permitiera alejarse del asfixiante clima de mediocridad que reinaba en las pantallas del viejo continente durante los duros años de la posguerra, reproduciendo los más sobados clichés del cine de Hollywood.

Su seco y melancólico semblante, así como su conocida aversión al lado más artificial del espectáculo cinematográfico, parecían anticipar la tónica invariablemente sombría que invadiría casi toda su filmografía, una tónica que, no obstante, no estaría reñida en ningún caso con una pulsión poética que lo ha llevado a convertirse, desde su debut en 1967 con su largometraje Signos de vida (Lebenszeichen), Oso de Plata y Premio Especial del Jurado en la Berlinale, en uno de los demiurgos imprescindibles del panorama audiovisual europeo del siglo XX, junto a otros compañeros de fila del cine alemán de los setenta, igualmente notables, como Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders, Peter Schamoni, Margarethe von Trotta, Alexander Kluge, Volker Schlöndorff, Reinhard Hauff, Hans-Jürgen Syberberg o Edgar Reitz, máximos responsables, asimismo, del espectacular giro coperniquiano que experimentó la industria cinematográfica germánica con el apoyo entusiasta, firme y decidido de la televisión pública.

Herzog con los asistentes a su encuentro sobre creación cinematográfica.

Su procedencia artística, como la de casi todos sus más dilectos colegas de promoción, es el Nuevo Cine Alemán, aquel movimiento de vanguardia que surgió tras el legendario Manifiesto de Overhausen de febrero de 1962 en el que se abogaba por un cine diferente al que mostraban rutinariamente las pantallas comerciales; un cine vivo, comprometido y sin servidumbres que contara historias nunca contadas, historias, en resumidas cuentas, provistas de un trasfondo conceptual e ideológico muy alejado de las convenciones de una industria obsesionada, por encima de todo, por el rendimiento taquillero y por la corrección política frente al nuevo establishment surgido tras la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. El dramaturgo y guionista austriaco Peter Handke lo dejó bien claro: “Tras la implantación del movimiento expresionista en el periodo de entreguerras, el cine alemán no ha disfrutado nunca de una etapa más floreciente”, certificó.

Los últimos párrafos de dicho manifiesto ya expresaban ese espíritu disruptivo con absoluta claridad: “Manifestamos, subraya, nuestra decisión de crear un nuevo cine alemán. Este nuevo cine necesita nuevas libertades. Libertad frente a los convencionalismos de la profesión. Libertad frente a las influencias comerciales. Libertad frente a la tutela de los grupos de presión. Tenemos ideas concretas sobre la producción del nuevo cine alemán, tanto a nivel intelectual como formal y económico. Estamos dispuestos a compartir los riesgos económicos. El viejo cine ha muerto. Creemos, definitivamente, en el nuevo”. Y la enorme relación de excelentes filmes que alumbró aquella pequeña revolución constituye, sin duda, la prueba más elocuente del resurgimiento de una cinematografía, que arrojó una nueva luz sobre la incertidumbre que embargaba a una generación de cineastas dispuestos a cambiar muchas cosas en el cine alemán.

Aunque con menos carga transgresora que la empleada por muchos de sus correligionarios en películas con mayor peso político, como El mercader de las cuatro estaciones (Der Händler der vier Jahreszeiten, 1971) y Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, 1973), de R. W. Fassbinder; El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, 1979) y Alemania en otoño (Deutschland un Herbst, 1978), de Volker Schlöndorff, El miedo del portero ante el penalti (Die Angst des Tormanns beim Elfmeter, 1972) y En el curso del tiempo (Im Lauf der zeit, 1976) de Wim Wenders, o El cuchillo en la cabeza (Messer im Kopf, 1978) y Stammheim, el proceso (Stammheim, 1986), de Reinhard Hauff, Herzog mostró siempre una tendencia inequívoca hacia el retrato de personajes fuera de norma, personajes cuyas conductas bordean constantemente los límites de la demencia, como los ventureros megalómanos que representan don Lope de Aguirre, Fitzcarraldo, Gaspar Hauser o Woyzeck, transformados, por mor de la sociedad intransigente que los acoge, en héroes irredentos que establecen sus propias reglas de supervivencia en un mundo sembrado de odio, desigualdad e indiferencia hacia cualquier parámetro moral que no persiga su inexorable objetivo.

Herzog junto a los pescadores en Punta Mujeres.

Pues bien, hace cincuenta años, cincuenta y uno para ser más precisos, en medio de una España aún grisácea y alejada de cualquier signo externo de modernidad, llegaba a la isla de Lanzarote un equipo cinematográfico capitaneado por Herzog para rodar uno de sus primeros y más emblemáticos largometrajes: También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben Klein Angefangen, 1970), un drama desasosegante sobre las peripecias de un grupo de enanos decididos a acabar a cualquier precio con la cruel situación de esclavitud y despotismo a la que están sometidos, sumergidos en un escenario físico de pesadilla.

Meses después el director alemán volvería a utilizar los mismos escenarios para el rodaje de Fata morgana (1971), un documental visualmente explosivo, provocador e irreverente que, de alguna manera, ya presagiaba al Herzog más trágico y esencial de Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), Fitzcarraldo (Fitzcarraldo, 1982), Donde sueñan las hormigas verdes (Wo Die Grünen Ameisen Träumen, 1984), La tragedia de Franz Woyzeck (Woyzeck, 1979), El enigma de Gaspar Hauser (Kaspar Hauser, Jeder für sich Gott gegen alle, 1974), Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) o Cobra verde (Cobra verde, 1987), donde Herzog navega cómodamente por las aguas turbulentas de la ambición y de la demencia bajo la advocación de un poder metafísico que convierte a muchos de sus protagonistas en seres dotados de una presencia amenazante y en sujetos irremediablemente sometidos a un delirio absoluto de poder.

Herzog, cuyos tres primeros filmes ya mostraban un apasionado interés por el manejo de su propia poética en contraposición al apergaminado clasicismo por el que discurría el cine alemán de aquella década, se decantó, especialmente en Aguirre, la cólera de Dios, por un discurso situado en las antípodas de la crónica histórica convencional que se limita simplemente a criticar o a exaltar unos hechos pasados. Un discurso que va mucho más allá del suceso en sí mismo y de sus orígenes, incidiendo en la estructura típica de la tragedia shakespeariana, de cuya mecánica se vale para arquetipar unos personajes y unas situaciones en virtud de una mayor universalización de los mismos, y de una ejemplarización al margen de límites temporales y geográficos.

De tal modo que el personaje encarnado en Lope de Aguirre -interpretado por un Klaus Kinski supremo- se nos revela como un símbolo de la ambición irracional por el poder, el héroe que aspira, como Fitzcarraldo o Nosferatu, a ostentar el poder absoluto sin el menor escrúpulo y utilizando idénticos procedimientos para conservarlo, es decir, focalizando toda su existencia y todos sus esfuerzos por consolidar su propia entronización como soberano de un oscuro reino sin ley ni orden.

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