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Crítica

Luces y sombras de la Orquesta de París y Méndez

La Orquesta de París, dirigida por el maestro Antonio Méndez. Tino Armas

Con una plantilla de 50 atriles, más sinfónica que camerística, se presentó en el Festival la Orquesta de Cámara de París, colectivo de buen nivel, con el joven español Antonio Méndez en el podio. Gustó al público, generoso en el aplauso. También se hizo notoria la satisfacción final de los músicos, que aclamaron al maestro invitado. Todos contentos.

Lo más interesante del programa estuvo en la versión del hermoso Concierto num. 2 de Prokofiev para violín y orquesta, admirablemente interpretado por Arabella Steinbacher con un Stradivarius cremonense de 1718.

Pura maravilla la sonoridad moderada pero exquisita del instrumento, que responde con igual belleza a los requerimientos ligados y los staccati, cantando con enorme dulzura o proyectando la agresividad virtuosística con claridad extrema.

Por su parte, la intérprete es excelente, como acredita en todos los casos el hecho de tañer instrumentos históricos que por su calidad y su coste son hoy propiedad de instituciones que los prestan a intérpretes de toda confianza.

Steinbacher es magnífica en la recreación de la última obra escrita por Prokofiev antes de su regreso a la URSS, donde sufrió amargamente los encargos de panfletos impresentables impuestos por los comisarios de Stalin, quien, por cierto, falleció en 1953, el mismo día que el compositor.

La solista, muy compenetrada con el director y la orquesta, bordó la obra, desde las alternancias, en el primer movimiento, de magníficas melodías pianísimo con bloques masivos que retratan a un artista en aparente conflicto consigo mismo; la serena cantabilidad del andante y, finalmente, la violencia del Allegro ben marcato, al que vuelven la gestualidad y el sarcasmo del autor en potente danza ternaria. Méndez consiguió un rendimiento orquestal muy eficaz en la simbiosis con el solo.

Empezó la velada con el Idilio de Sigfrido de Wagner, leído sin mácula pero escasamente poetizado en su delicioso lirismo. Esta página, la única no dramática en la plenitud del autor, es un canto de amor escrito para el pequeño conjunto que entraba en el vestíbulo y la escalera de su domicilio, como felicitación de cumpleaños a su amada Cósima Liszt.

Sinfonizada después, la versión sigue exigiendo la dinámica ténue y las veladuras poéticas de su origen, bastante precarias en la versión. Y concluyó con la Segunda Sinfonía de Beethoven, correcta pero demasiado ruidosa en las pulsaciones tutti y el tosco juego de contrastes que percuten la inmadurez sinfónica de un compositor inmortal.

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