Análisis

El galán de las sienes plateadas

Stewart Granger fue una de las grandes figuras del Hollywood de los 50 | El director Steven Spielberg se inspiró en uno de sus personajes para hacer Indiana Jones

El galán de las sienes plateadas

El galán de las sienes plateadas / Claudio Utrera

Claudio Utrera

Claudio Utrera

Cuentan sus más acreditados biógrafos que Stewart Granger (Londres, 1913 — Los Ángeles, 1993) siempre fue un hombre profesionalmente insatisfecho, que buscaba en el alcohol y en la mujeres los mecanismos de compensación que no encontraba en una vida artística demasiado encasillada en trabajos, eso sí, de gran repercusión taquillera, aunque carentes de esa luz propia que convierte a cualquier actor de calado en una figura irremplazable, como lo fueron sus compatriotas y coetáneos Laurence Olivier, James Mason, Laurence Harvey, Jack Hawkins, Trevor Howard, David Niven, Cary Grant, Ralph Richardson o Richard Burton.

La estampa singular que proyectaba en la pantalla, adornada por sus peculiares sienes plateadas, su porte altivo y por una perenne y distante sonrisa le proporcionarían una presencia perfectamente adecuada para su lucimiento en relatos que requiriesen de la gallarda osadía de un héroe con aires de seductor, como el intrépido protagonista de Scaramouche (Scaramouche, 1952), de George Sidney, el villano y escurridizo aristócrata de Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, 1955), de Fritz Lang o el aguerrido aventurero de Todos los hermanos eran valientes (All the Brothers Were Valiant, 1953), de Richard Thorpe.

No obstante, y con el paso del tiempo, se transformaría en uno de los galanes imprescindibles en el género de capa y espada durante la década de los cincuenta y de los sesenta, tras protagonizar en su Inglaterra natal melodramas tan broncos, solemnes y sombríos como La madonna de las siete lunas (Madonna of The Seven Moons, 1945), de Arthur Crabtree, junto a Phyllis Calvert, La mansión de los Fury (Blanche Fury, 1947), de Marc Allègret, vagamente inspirada en un relato de corte victoriano donde comparte reparto con Valerie Hobson y Michael Cough; Perfidia (The Man in Grey, 1943), de Leslie Arliss, acompañado también por la gran Phyllis Calvert o El enemigo de las mujeres (Woman Hater, 1948), de Terence Young, una ingeniosa historia de amor coprotagonizada por Edwige Feullière, donde Granger figura nuevamente en el papel de un altivo noble inglés.

Aunque británico de nacimiento, Granger se transformaría, después de casi cuatro lustros interpretando personajes menores en los estudios Pinewood de Londres, en una de las grandes estrellas de la Metro Goldwyn Mayer gracias a la oportunidad que le proporcionaría Comptton Bennet de encarnar al héroe de su filme Las minas del rey Salomón (King Salomon’s Mines, 1950), tercera adaptación de la famosa novela homónima de H. Ridder Haggard en la que el actor se mete en la piel de un explorador temerario y aventurero en cuyo perfil personal se inspiraría Steven Spielberg, algunas décadas más tarde, para componer a su dinámico e incombustible Indiana Jones. Dos años después, sus trabajos en Scaramouche (Scaramouche, 1952), de George Sidney; El prisionero de Zenda (The Prisioner of Zenda, 1952), de Richard Thorpe; Cruce de destinos (Bhowani Junction, 1956), Alaska, tierra de oro (North to Alaska, 1960), de Henry Hathaway, un formidable western encabezado por John Wayne, y el de tantos otros éxitos, reforzarían aún más su condición de actor popular, aportándole un estatus de estrella que muchos de sus colegas tardarían más tiempo en alcanzar.

El intérprete se convirtió en una de las grandes estrellas de la Metro Goldwyn Mayer, a pesar de no ser reconocido

Contagió las pantallas internacionales del mismo espíritu burlón y de la misma energía acrobática y vital que acompañaban cada actuación de los míticos Douglas Fairbanks, Tyrone Power, Errol Flynn y de la larga e inextinguible saga de intérpretes del género que siguieron la senda de un Hollywood gobernado, con pulso firme, por los grandes gerifaltes del show business. Por eso, una de las claves decisivas para interpretar el éxito apoteósico de aquellos viejos filmes es, sin duda, la ágil y explosiva irrupción de estrellas como Stewart, cuyos escasos registros no le impedían proyectar sobre el gran público la imagen de un ídolo resolutivo, funcional y seductor, que paseaba sus magnéticos encantos por las pantallas con una frescura y una energía inauditas.

Pero estas virtudes no le bastaron a Granger para que su nombre se homologara con los de las megaestrellas de su época a pesar de que, una tras otra, sus más de setenta películas irían marcando récords de recaudación en medio mundo y su figura se transformaría en uno de los tótems más influyentes del Hollywood de mediados del siglo XX.

Corrían entonces buenos tiempos para los cineastas estadounidenses, pese a la poderosa competencia que ya empezaba hacerle taimadamente la televisión desde todos sus frentes. El star system seguía gozando de excelente salud, generando estrellas de relumbrón que iluminaban el firmamento hollywoodiense con más esplendor que nunca. Naturalmente, de aquella corriente favorable se beneficiaron numerosos actores y actrices que, sin estar dotados de un talento especial, supieron solventar con oficio e intuición papeles para los que sólo se les exigía una cierta desenvoltura ante las cámaras. Y Granger, sin duda alguna, la tenía.