Un ‘Vocaburlario’ de 2.000 sonrisas

‘Diccionario mental del español’ lo define su autor, el periodista e ‘inventor de palabras’ José Luis Blasco

José Luis Blasco.

José Luis Blasco. / MANUEL MURILLO

FRANCISCO SOLANO MÁRQUEZ

Formas tradicionales de aligerar la presión en un periódico, que se hace partiendo de cero cada veinticuatro horas, han sido el café o los cigarrillos, cuando se permitía fumar en las redacciones. Pero hay otro recurso mucho más saludable para desconectar, como es inventar palabras a modo de pasatiempo mental, divertimento que José Luis Blasco ha ejercido con la complicidad de su amigo y compañero Francisco Antonio Carrasco, que firma la introducción del libro. Confiesa Paco que con José Luis compartió muy buenos momentos «jugando con las palabras, descubriéndoles nuevos matices, riéndonos de ellas en los escasos momentos que nos permitía el ejercicio periodístico».

El material que iba surgiendo de aquellos chispazos de ingenio permitió a Blasco alimentar una minisección diaria que durante 15 meses, bajo el título de Vocaburlario, vocablo que de por sí ya es un ejemplo de lo que pretendía: jugar con las palabras, retorcerlas, sacudirlas, agitarlas, transformarlas en fin con la complicidad del ingenio y la fina ironía, a modo de parto mental del que nazcan otras que no están en el diccionario. Para Carrasco, se trata de un «un ejercicio de lucidez mental, de dominio del lenguaje, un juego maravilloso que a él le ha permitido sortear los avatares de la vida en momentos de dolor».

Esa referencia al dolor conecta con la sentida dedicatoria del libro al equipo médico que cuida de su dedicada salud, circunstancia que, lejos de abatirlo en el desánimo, le ayuda a crecerse ante la adversidad, sin dejarse amilanar por esa traicionera puñalada de la vida que es el cáncer. Así que tanto la sección del periódico como el libro le han servido sin duda como benefactora terapia. A fin de cuentas a las palabras ‘tumor’ y ‘humor’ solo las diferencia una letra, y de ambas surge ‘thumor’, que el vocaburlario define como «disposición buena de ánimo para afrontar una enfermedad cancerosa». «Gracias a los médicos estoy aquí», confesó un emocionado José Luis la tarde de la presentación, arropado por amigos, colegas y familiares, entre estos sus hijos Clara y Alberto, ágiles conductores de un acto diseñado con la precisión y el interés de unas buenas páginas de periódico, arte en el que su padre ha sido maestro reconocido y galardonado.

Para distinguirse de un libro normal no se conforma éste con un prólogo, sino que tiene tres, lo que da pie para convertir esa palabra en un «trílogo», en el que participan el periodista Santiago Alcanda y los miembros del dúo cómico Gomaespuma, Guillermo Fesser y Juan Luis Cano, con los que compartió tempranamente juegos de ingenio buenhumorado cuando estudiaban Periodismo en la Complutense madrileña. Alcanda califica tan peculiar diccionario de «quevedesco, sembrado, didáctico y bienintencionado», y propone a la RAE considerar propuestas de Blasco como extremaño para referirse a un aragonés afincado en Extremadura. Fesser llama a Pepeluí –así lo escribe– «prestidigitador gramatical», pues «es capaz de cortar, barajar y recolocar para ganarnos de farol y con una sonrisa la partida del significado». Cita como ejemplo las lechungas u «hortalizas en mal estado», y compara a Blasco con un cirujano plástico que desmonta las palabras y luego las reconstruye con las sílabas de otras, poniendo como ejemplo perroviario, «el chucho de un empleado de Renfe». Por su parte, Juan Luis Cano observa cómo Blasco, «ingenioso y atrevido, ha buceado por nuestro diccionario, ha estrujado las palabras y las ha diseccionado hasta exprimir su jugo y, utilizando el humor como herramienta, ha conseguido abrir una nueva realidad significativa».

El libro se enriquece con un precioso epílogo firmado por el fecundo escritor Alejandro López Andrada, paisano de José Luis, que dibuja el paisaje sentimental de una vieja amistad surgida hace muchos años en el bar familiar La Ponderosa, con la banda sonora de las canciones de moda que en los años setenta sonaban en el jukebox del establecimiento, como La caza de Juan y Junior, Romeo y Julieta de Karina u Ob-la-dí O-la-dá de los Beatles, afición común de autor y epiloguista que fue creciendo mientras acudían al instituto de Pozoblanco «en un autocar lento y renqueante, que llevada el invierno cosido a su motor y tosía resoplando como un buey con silicosis», una época en la que José Luis ya hilvanaba «frases cosidas por una ironía sutilísima que relampagueaba en aquellas mañanitas gélidas y azulísima de invierno». Ah, la belleza de las palabras. Califica Alejandro a su paisano como «hombre sensible amante de su tierra, amigo de sus amigos, un hombre bueno en el mejor sentido machadiano».

Trílogo y epílogo son como alfombras rojas extendidas a los pies de José Luis Blasco para que despliegue su actuación estelar como prestidigitador de palabras, cerca de 2.000, que se saca de la manga o de la chistera mientras nos hace cómplices de sus juegos de ingenio, que invitan a imitarlo aunque nunca a igualarlo.