Literatura

La isla de los muchachos hermosos

El flujo narrativo, la fuerza expresiva y las disquisiciones de Pedro Flores nos arrastran hasta tal punto que nos vemos obligados a seguir leyendo

El escritor Pedro Flores. |

El escritor Pedro Flores. | / La Provincia

Javier Doreste

Javier Doreste

Este libro es más que una novela. Flores articula su obra en torno a una intriga tonta que logra engancharnos. Poco importa la búsqueda de un poeta muerto prematuramente por un filólogo frustrado. Este tipo de búsquedas ya se ha usado otras veces, y ni siquiera el lugar común de que el destino no importa sino el viaje, hace que nos interesemos por la trama de Flores. La intriga, la acción, es lo de menos.

El texto nos engancha y nos cuesta dejarlo, el flujo narrativo, la fuerza expresiva y las disquisiciones de Flores nos arrastran hasta tal punto que nos vemos obligados a seguir leyendo. Lo mismo pasa con la famosa magdalena, a nadie le importa que un asmático rememore su infancia o los amores del Barón Charlus, mojando una magdalena en el té o en el café con leche; lo que importa es cómo lo cuenta Proust y, en el caso de La isla de los muchachos hermosos, cómo lo cuenta Flores. Un dominio perfecto del lenguaje y todos sus registros.

Mezclando expresiones populares con la lengua culta cuando así lo exige el texto. Nada sobra en esta novela. Todo está perfectamente construido bajo el signo del goce, ese goce literario que reivindicada Barthes, goce que se basa en la transgresión, la subversión y, por qué no decirlo, la falta de respeto por la tradición cultural. Todo ello contribuye a que esta obra de Pedro Flores sea un texto realmente subversivo, destinado a hacer temblar las bases de los prejuicios de la élite cultural. Machado es un viejo prematuro a los treinta años, Miguel Hernández un bobo que volvió a su pueblo, allí donde todos sabían quien era, para que lo detuvieran, y Borges un ciego mala leche. Esta subversión alcanza hasta lo políticamente correcto: Pues eso de los ciegos y la mala leche debe ser general, maestra, porque en el barrio tenemos a Leocadio, un ciego albino al que dicen Mopita (…) y a quién trata de engañarlo (…), pues ahí levanta el bastón que siempre lleva y oiga, lo descoyunta al que trinque, qué puntería. Flores no respeta ni tradición ni buenas maneras. Su obra sacude los cimientos del oficialismo cultural y se burla de los poetas institucionales, entre otras chanzas y juegos.

No conforme con arrancarnos una sonrisa con sus juicios literarios o sociales, Flores consigue que disfrutemos de su novela, a la vez que va exponiendo, por medio del personaje de Doña Isabelita, toda una teoría de la poesía, una poética me atrevo a decir, que ejemplifica no solo en la obra de los varios poetas citados en el libro, sino en la propia obra poética de Bebo Ríos, el poeta perdido. El poema es un enigma, ni siquiera una pregunta o una respuesta, un enigma que los lectores deben disfrutar antes de desentrañarlo. Mientras, el paso del tiempo consigue que los auténticos poemas sobrevivan y lleguen hasta nosotros.

El poema existe más allá de las circunstancias concretas en el que fue escrito, puede contar un amor determinado o una peripecia del autor, del tiempo, de su sociedad. Pero es realmente bueno cuando traspasa los límites de esa anécdota y cualquier amante en cualquier tiempo y cualquier país puede recitar como si fueran suyos los versos de un poeta enamorado: Te quiero porque sos mi voz, mi cómplice y mi todo, o quítame el pan, si quieres, quítame el aire, pero no me quites tu risa, (...) porqué moriría. Y cualquier mar se encierra en los versos de Valery: la mer, la mer, toujours recommencée…

Pues todos los litorales amarrados del mundo/ pedimos que nos lleves en el surco profundo/ de tu nave, a la mar, rotas nuestras cadenas… No se trata de buscar el poema perfecto, el verso redondo; se trata de encontrar lo más cercano al sentimiento del poeta, a lo que quiere expresar, y hacerlo de forma tal que se le siga leyendo a través de los tiempos, pues ha sabido encontrar las palabras adecuadas para ser entendidas en todo momento y lugar. Eugenio de Nora escribió: Toda poesía es social. La produce, o mejor dicho, la escribe un hombre (…), y va destinada a otros hombres (si el poeta es grande a todo su pueblo, y aun a toda la humanidad). La poesía es algo tan inevitablemente social como el trabajo o la ley.

Pero Flores no se conforma con desgranar su poética. Continúa con la subversión, incluso con el lenguaje cotidiano. Una frase tan cursi y banal, tan falsamente moralista como: El sol sale para todos. Frase bobalicona que sirve de consuelo a tantos mal encaminados, es desmontada, sin nombrarla, por la simple constatación de que puede que sea el mismo sol, pero no tiene las mismas consecuencias para todos. No es el mismo sol que broncea en la piscina, en el club o en la playa a señoritos ociosos y turistas; él que tuesta hasta quemarlo al obrero que extiende el cemento de un techo o al que se torrefacta en la entrada de un hotel abriendo las puertas de los taxis, el del agricultor que suda en los tomateros ni el del camarero que corre bajo con la bandeja entre las tumbonas de las piscinas de los hoteles.

El contraste entre los muchachos de Villa pulgas y los llamados checos, entre el chalet y los pisos sociales, recorre las páginas de Flores, recordándonos que la sociedad sigue dividida entre los de arriba y los de abajo, aunque nos creamos que todos somos iguales porque nos alumbra el mismo sol, o eso creemos, arrastrados por una anticuada moral de la que somos incapaces de desprendernos. Nuestro escritor parece rememorar las palabras de Federico García Lorca, al ser entrevistado por Luis Bagaría en junio de 1936: El artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan azucenas. Pedro Flores se mete en el fango hasta la cintura y nos brinda las azucenas, magníficas, de su prosa y sus ideas.

Insisto, las ciento setenta y siete páginas de la novela de Pedro Flores deben ser leídas con atención, ya sea por el simple y necesario hecho del goce literario, como predicaba Barthes, por explorar en su poética o por recordarnos cuál es el papel del arte, y, por tanto, de la literatura, en estos días azarosos en los que la censura parda vuelve a campar por nuestros pueblos y ciudades. Cualquiera de los motivos es válido. No olviden que pese a que las azucenas crezcan en el fango podemos recogerlas con la risa en los labios, la risa, tan recordada por todos los que lo conocieron, de Lorca.