Análisis

La familia

Es la vida cotidiana la que nos cuenta Sara Mesa, la vida que fluye a nuestro alrededor, en la guagua, la escuela, los bares, los aeropuertos, las calles

La familia

La familia / La Provincia

Javier Doreste

Javier Doreste

«Todas las familias dichosas se parecen y, las desgraciadas, lo son cada una a su manera». Con esta contundente frase comienza Anna Karina, de Tolstoi. Una frase que define a la familia en general y que nos avisa que la felicidad en sí no es materia interesante para la novela.

Ya Luckas nos dijo en su Teoría de la Novela que la esencia de esta forma es la oposición radical entre el héroe y el mundo. No es otra la contradicción, o el conflicto, que mueve las novelas de Jane Austen. El conflicto entre la heroína y el mundo, las convenciones sociales en el mundo del siglo XIX, por ejemplo.

Y parece que Sara Mesa aplica el lema de Tolstoi con rigurosidad en su novela La familia. A priori parecería ser una familia desgraciada, digna de ser contada. Pero la multiplicidad de puntos de vista que adopta la autora para describirla, si bien nos sigue diciendo que esa familia limita, como toda estructura social, el desarrollo y la libertad individual de sus componentes, también nos dice que el ejercicio de esa libertad no deja de ser, al fin y al cabo, decisión personal de cada uno de nosotros. El siempre se puede elegir de Camus impulsa el universo narrativo que Mesa construye.

Esta visión poliédrica de la familia, con capítulos centrados en la mirada de cada uno de sus miembros, nos obliga a cuestionarnos continuamente hechos que nos han contado en capítulos precedentes. No todo parece ser como es ni todo es como parece. La libertad, precisamente, es la que hará que un acontecimiento sea visto de una u otra manera, según quien lo relate.

Incluso se juega con las trampas de la memoria en la historia de la señora ignota recogida por el padre. Unos hijos recordaran determinados hechos y otros seleccionaran y guardaran en su memoria, otros distintos, alguno hasta contradictorio con lo recordado por otros.

Pero así es como se construyen nuestras historias colectivas. Con la multiplicidad de versiones, pues la verdad, al fin y al cabo, también depende del narrador.

Con maestría y dominio del idioma, Mesa va dándonos distintos trozos de esa memoria familiar, a raíz de una anécdota o de una decisión crucial para el que la toma. La autora lo hace con un lenguaje sencillo, el habitual, el de todos los días, sin excederse en el abuso de sinónimos, construyendo una lengua que nos lleva desde la cotidianidad de las expresiones y palabras rutinarias a lo que no dudamos en llamar arte.

Al igual que un escultor puede crear a partir del barro o un pintor de un carboncillo y un papel, una obra de arte, Mesa, optando por el idioma de todos los días, construye una obra de arte literaria de incuestionable calidad. Esa aparente sencillez de su idioma es lo que consigue que los lectores devoremos página tras página de una obra sin grandes conflictos, sin guerras ni crímenes ni otras zarandajas que algunos escritores se ven obligados a usar para atrapar a los lectores.

A Mesa no le hacen falta. La vida cotidiana ya encierra bastantes conflictos, por rutinarios que sean, para que una buena escritora encuentre material más que suficiente para crear.

Es la vida cotidiana la que nos cuenta Sara Mesa. La vida que fluye a nuestro alrededor, en la guagua, la escuela, los bares, los aeropuertos, las calles.

La que nos relaciona con vecinos, amistades o desconocidos fugaces por una situación concreta, aquellos que cruzamos en un aeropuerto o cualquier otro sitio y con los que hablamos del tiempo o de lo que sea. La vida normal y corriente, que sin embargo obliga a tomar decisiones.

No grandes decisiones, no la de asaltar una colina al frente de un batallón, ni poner una bomba, ni realizar una hazaña.

Es la vida que se construye con pequeñas decisiones, que no por eso dejan de ser importantes: No hay grandes decisiones, se dice, solo una ristra de pequeñas, incluso diminutas decisiones. Tomadas casi por azar, aunque en realidad no. En realidad, tomadas con titubeos pero también con audacia, una a una, paso a paso, libremente tomadas para bien. Pero son, precisamente, esas decisiones las que construyen la libertad, la personalidad, la individualidad de la gente normal y corriente.

Y suelen tener consecuencias. D’Artagnanc toma la decisión de engañar a Milady y esa decisión va a tener funestas consecuencias. Anna decide seguir su instinto y caer en los brazos de un apuesto oficial. Es sobre estas decisiones y sus consecuencias sobre lo que se construyen las historias con las que los escritores nos brindan sus novelas. Rebelarse contra la manipulación del padre sectario es la decisión que de una forma u otra toman los hijos. Cada uno a su manera. Lo hará quién desde el principio logre construir su espacio, ya desde la infancia como Aquilino o quién tarde en lograrlo a través de, precisamente, esa cadena de pequeñas decisiones.

Asumir las propias responsabilidades que conlleva la maternidad u optar por una sexualidad determinada son esas decisiones que logran que los protagonistas de Mesa construyan su personalidad, marcadas por la familia, cierto, pero propia, independiente, libre.

La novela es una reivindicación de la necesaria autonomía personal, pese al cerco institucional que significa la familia o cualquier otra institución o relación. La amistad, el coinquilinato, el trabajo, el encuentro casual, son igual de limitativos, pero somos nosotros quienes debemos decidir hasta donde llegan esas limitaciones, hasta dónde el cerco de las relaciones sociales, obligatorias pues no somos islas, va a limitarnos. Somos nosotros quienes decidimos lo que es irrelevante o no. Relevancia o irrelevancia: la diferencia, de pronto, se le presentó muy nítida.

Qué hombre más irrelevante, se dijo, qué historia más pequeña en el fondo. A ellas no les quedaba tiempo para la irrelevancia. Este capítulo, el nueve, estratégicamente situado en lo que podría ser inicio de la tercera parte de la novela, centra lo que Mesa viene a decirnos. No perdamos el tiempo en las cosas irrelevantes, entre ellas juzgar la vida de los otros. Sopesemos si lo que nos han hecho o han dicho sobre nosotros nos afecta lo suficiente como para que sea relevante, o, en vez de anclarnos en el pasado, juzguemos si esos actos o dichos fueron lo suficiente relevantes o, si todavía lo son. Al fin y al cabo no hay mayor desprecio que no hacer aprecio.

Perder el tiempo en la vida de los otros o sobrevalorando su relación con nosotros, no deja de ser una pérdida de nosotros mismo, al fin y al cabo somos tiempo. Sara Mesa reivindica que seamos libres, que tomemos nuestras propias decisiones y no perdamos el tiempo en lo que es irrelevante, lo que no tiene consecuencias sobre nuestra vida, y si las tuvo, el tiempo, ese gran escultor de Yourcenar, ya se encargó de su deslizamiento hacia lo irrelevante, permitiéndonos ganar espacios de libertad y tiempo para vivir más libres.

En el fondo, quizás sin proponérselo, Sara Mesa ha escrito algo más que una novela. Un tratado de construcción de la libertad individual, eso sí, sin perder de vista que no estamos solos, que nuestra relación con los otros no puede ser ignorada. Pero que hay que tener la voluntad o la inteligencia suficiente para ejercer nuestra libertad pese a las instituciones. Leyéndola somos más libres.