Literatura

El llano amarillo

La novela de González Déniz nos habla desde la memoria del joven que desde Gran Canaria marcha a Barcelona a estudiar y de allí al Sáhara a cumplir el servicio militar

El llano amarillo

El llano amarillo / Javier Doreste

Javier Doreste

Javier Doreste

En su Vida de Homero Alphonse de Lamartine decía que las características de todo acto de creación literaria eran, extensibles a otras artes, la memoria, la imaginación, el sentimiento, la capacidad de juicio y el don de expresar por la palabra lo que vemos y lo que sentimos. Aunque formuladas en el siglo XIX estas atribuciones del acto creador, siguen vigentes. Desde la novela a la poesía los autores recurren en mayor o menor medida a su memoria, sea esta de cosas vividas o leídas y a su imaginación, todo ello aderezado por los sentimientos que tuvieron o tienen, el raciocinio para distinguir lo real de lo imaginado, lo que es útil a su relato y lo que sobra y, el dominio del lenguaje: la herramienta sin la cual ni podemos expresarnos ni reconocer lo que otros expresan.

Este sucinto recordatorio de esta especie de poética lamartiana resulta conveniente cuando leemos esta novela de González Déniz, publicada por el año 1985, y que merece ser recuperada pues es, ante todo, una muy buena novela. Nos habla desde la memoria del joven que desde Gran Canaria marcha a Barcelona a estudiar y de allí al Sahara a cumplir el servicio militar.

Vendrán más viajes a ese olvidado territorio. Esos viajes, de los encuentros que tuvo en ellos y la recuperación de amistades, el servicio militar, los estudios en Barcelona, se nos van contando con la imaginación que produce la mujer de ojos de geoda, cambiantes según los estados de ánimo de su poseedora, con los sentimientos de amor, solidaridad y amistad y el juicio que permite reconocer la tremenda traición que fue la entrega del Sahara a Marruecos.

Hoy, cuando tantos nos acordamos de los palestinos y condenamos sin paliativos su martirio, es conveniente volver los ojos a nuestro vecino, el pueblo saharaui, y recordar otra vez su similar agonía a manos de la potencia ocupante con la complicidad del gobierno español, que continua con la democracia la felonía de la dictadura.

En una larga carta a su amigo que permanece junto a la heroína Teresa en el Sahara como médicos voluntarios, el protagonista va recordando la amistad surgida en los pupitres de la enseñanza media insular y prolongada en la universidad barcelonesa y el servicio militar. Amistad como único valor que permanece inalterable cuando el bluf de la movida revolvió todos los valores en los que fueron educados. Amistad que sobrevive en las arenas del llano amarillo y que marca los regresos del amigo ausente.

Y en esa misma carta se va hablando del amor acabado por imposible, quizás por miedo, hacia Teresa, la mujer independiente y enérgica, con algo de misterio, que recuerda por un momento a la Maga cortaziana. Así, amor y amistad se entrelazan en las páginas del recuerdo, ayudando a construir y recuperar sentimientos y compromisos y, por qué no decirlo: cobardías. Esas cobardías con las que todos convivimos. Las nuestras y las ajenas. Y sin las cuales a más de uno se le haría difícil la vida cotidiana.

Es bueno que precisemos que no se trata ni de un artefacto político ni de una larga reflexión sobre el amor y la amistad. Es eso y es mucho más. Es una construcción sobre todo literaria, con un lenguaje rico y variado según las circunstancias impuestas por la acción. Su arquitectura, con capítulos que saltan en el tiempo hacía adelante y atrás, no se hace en ningún momento pesada y permite que avancemos rápidamente en ella y disfrutemos de su lectura.

Creo recordar que es la tercera novela de este autor, del total de catorce que lleva publicadas. Quizás se extrañen ustedes que dedique este comentario a tan temprana obra pero insisto que contiene virtudes literarias suficientes como para que volvamos a ella después de tanto tiempo.

El lenguaje siempre está de actualidad, y hoy sufre las consecuencias de los voceros de la pos verdad, y temas como el amor, la amistad o la solidaridad, nunca quedan anticuados, pues son el cemento de la sociedad, de nuestra relación con los otros. No solo por ello, sino por su lenguaje, El llano amarillo sigue siendo una novela de nuestros tiempos. Contiene una larga reflexión sobre la deriva de los intelectuales y de la sociedad en general, desde el fin de la dictadura a lo medidos ochenta. Reflexión tanto más útil hoy cuando vivimos el desgarro de este país por la recuperación del horrible franquismo y sus idearios, esa España excluyente, y que nos está embarcando en una crisis de valores que creíamos asentados, como la que atrapó a la generación del autor. Trata, según escribe: …lo que fuimos y los que somos, lo que perdimos y nunca encontramos. Toda una definición de los que, jóvenes, vivimos la transición, el triunfo socialista de mil novecientos ochenta y dos, el bluf de la movida, el desencanto…

Pero además encierra al estilo de alguno de nuestros clásicos, una soterrada moral, entendida no como la pacata que reivindican las sacristías, sino como el acto de la construcción de la dignidad humana. Dignidad que se juega no solo en los grandes actos heroicos de guerra y resistencia sino también en la cotidianidad de la vida en pareja, el trabajo.

A reflexionar sobre ello nos convoca González Déniz con párrafos como este: Si nos paramos a pensarlo, nosotros somos tan refugiados como ellos. La única diferencia estriba en que nosotros huimos de la deshumanización y ellos del genocidio si bien todos corremos delante de la miseria. Los dos médicos han abandonado las comodidades de la vida europea, el desarrollo de una carrera profesional, no sólo para ayudar desinteresadamente a los refugiados, sino para escapar de esa misma carrera y la alienación personal que implica.

Más adelante el protagonista reconocerá ese esfuerzo de honestidad profesional y personal de sus dos amigos: Ustedes también desmontaron tornillo a tornillo todos los conceptos; supieron, tal vez prematuramente, que los sueños son deseos susceptibles de cumplirse; asumieron el escepticismo y la incredulidad como valores positivos, científicos; vieron la desesperanza. (…) arribaron a la última y única razón para vivir, la vida misma. Esa dignidad de la vida misma, la vida de todos los días, es la que guía al pueblo saharaui en su lucha y González Déniz se transforma en su testigo.