Literatura

Amianto

Esta novela de Alberto Prunetti, que se sale de los cauces habituales, está golpeada en cada página por la vida de un obrero soldador que recorre la Italia de la industrialización

Amianto

Amianto / La Provincia.

Javier Doreste

Javier Doreste

He aquí una novela que se sale de los cauces habituales. No hay planteamiento, nudo, desenlace. Sabemos el final desde el principio pero la leemos paladeando cada una de sus palabras. Porque está muy bien escrita por Alberto Prunetti y muy bien traducida, nos parece, por Francisco Álvarez. La prosa es ágil y lo que va desgranando nos interesa cada vez más. Los recuerdos de un hijo de obreros, sus juegos, sus equipos de fútbol, sus estudios de bachillerato y no de formación profesional como le correspondería por su origen social. Pero sobretodo es la vida de su padre, Renato, obrero soldador, la que golpea rítmicamente página tras página.

Es un trabajador especializado, un obrero de élite, que recorre la Italia de la industrialización. Se desplaza de fábrica en fábrica, de refinería en refinería. Suelda tubos, estructuras, tanques de combustible. Con sus compañeros se creen de una pasta distinta, especial, del resto de los trabajadores. Tienen un saber duramente adquirido, empezaron a trabajar con catorce años, y es un saber peligroso. Respiran gases, fibras de amianto, sufren el resplandor de las soldaduras y los golpes de los mazos desbastando las rebabas. Poco a poco quedan sordos, miopes o ciegos, con tumores pulmonares. Al final, después del paro provocado por las reestructuraciones auspiciadas por el neoliberalismo, serán hasta delegados sindicales y se enfrentaran a las patronales que no reconocen ni el daño provocado en la salud de sus trabajdores ni el causado al medio ambiente.

Primero es la Italia que, gracias al Plan Marshall y la domesticación de la clase obrera por el partido comunista, se industrializa de forma acelerada. Se construye un estado de bienestar, migajas necesarias para frenar la politización y reivindicación de la combativa clase obrera italiana, esa que ha luchado contra el fascismo, muchos con las armas en la mano. Se consigue una de las industrializaciones más potentes de Europa. Pero después llegan las nuevas teorías económicas, el muro de Berlín y la Unión Soviética desparecen.

El neoliberalismo ataca directamente las conquistas obreras. Las empresas se deslocalizan, emigran a otros países con regímenes que no miran tanto los derechos laborales ni los de salud ni los del medio ambiente. Es muy parecido al desmantelamiento de la industria española en los años ochenta. Prunetti nos habla como si fuera un vecino nuestro, alguien cuyo país ha sufrido y sufre los mismos traumas que el nuestro.

Se cuenta la urbanización de Italia, como los espacios donde antes se criaban gallinas, huevos y conejos, complemento de la dieta, desaparecen por la presión de la ciudad y las ordenanzas municipales. Aquí también hubo gallinas y palomas en las azoteas y se vieron rebaños de cabras por los barrios y se vendía su leche puerta a puerta. Por cosas como esta se nos hace muy cercana la historia de Prunetti. Hace cuarenta o cincuenta años, nuestra ciudad también tenía partes rurales casi en su centro. El tiempo, la economía, fueron acabando con todo eso como acabaron en Italia y el resto de Europa. Pero no hay nostalgia y triste añoranza en la obra que comentamos.

Solo la constatación de que el tiempo pasa, inexorable, y nuestras vidas cambian, forzadas la más de las veces, por las necesidades del capital, las modas, la evolución de las ideologías. Prunetti nos dice el orgullo del operario por el trabajo bien hecho, el cansancio, la suciedad y la grasa que parece acompañar siempre a los obreros. Y también cuenta de los partidos de fútbol, de los juegos en descampados, las excursiones y las comidas en hermandad de las familias trabajadoras. Y por supuesto habla de los accidentes de trabajo, las enfermedades profesionales y aquellas que el sistema se niega a reconocer como tales, ese precio en sangre que se debe pagar a la productividad.

Los obreros pierden pies y manos, quedan ciegos, se asfixian por las insidiosas fibras de amianto y los gases respirados. Aquí, en Canarias, tuvimos en el dos mil veintitrés, veinticuatro mil novecientos accidentes laborales. Causaron la muerte de dieciséis personas. Los patronos los achacan al descuido de los trabajadores, como si ellos no fueran responsables de la obligatoriedad de velar por el cumplimiento de las normas, como si la cosa no fuera con ellos. No dirán nada de la presión de capataces, del destajo, de las prisas. Después, sumarán estos accidentes y las bajas de distinto tipo que ocasionan al absentismo y dirán que nadie quiere trabajar, que somos unos vagos.

La misma historia en todas partes. También negarán a los trabajadores del tranvía de Tenerife la categoría de enfermedad laboral a las asfixias y neumonías que les causan las partículas desprendidas por los frenos de sílice de la maquinaria que conducen. Frenos que a la larga matan.

Prunetti encuentra notas de su padre referentes a su trabajo sindical. Enumera en ellas los diversos problemas recurrentes: amenazas en el trabajo que provocan patologías psicológicas, abusos de poder, cambios de turno arbitrarios, suciedad en los vestuarios. Es uno de los mayores, le queda poco para la jubilación, puede arriesgarse más que los compañeros jóvenes, contratados temporalmente, sin la formación necesaria para ser soldadores y que, sin embargo actúan como tales.

Es la era de los chicago boys, los Solchaga, la desindustrialización, el paro, la pérdida de derechos duramente conseguidos. Pero Renato no ceja en su empeño. Quiere que su hijo acceda a la universidad. El muchacho consigue la máxima puntuación en lo que aquí sería la selectividad. Sólo tres jóvenes vinculados por sus padres a la fábrica lo han conseguido. Los hijos de dos directivos y el de Renato. La empresa concede tres becas a las tres mejores notas. Dos de un millón de liras y una de medio millón. Por supuesto que el hijo del obrero solo obtiene la de medio millón. Las otras van a los hijos de los directivos. Y de esta forma, al acceder a la universidad ve su lento deterioro, su crónica escasez de recursos, su creciente elitismo. En realidad aquel no es su mundo, pese a que termine la carrera con un expediente magnífico. Pero la cultura humanista ya no interesa. Los trabajos relacionados con ella son escasos y mal renumerados. Los pocos de prestigio que hay están reservados para los vástagos de las dinastías intelectuales. La sociedad de clases reina en la universidad.

Mientras, Renato se consume. El amianto y los gases respirados durante su vida laboral lo carcomen. El sistema sanitario se resiste a considerar a que tiene una enfermedad profesional. Empezará una dura lucha para que se reconozcan sus derechos. Con su habilidad, su técnica, su esfuerzo, su trabajo, sus manos, ha contribuido a levantar la Italia prospera del estado del bienestar. Muere luchando y su hijo ha escrito esta emocionante novela para contar su historia que es la de tantos obreros y, rendir así, un homenaje a la clase.

Esa que tantos niegan pero que nunca se ha ido. Prunetti tiene conciencia de clase y cree que aún vale la pena luchar por un mundo mejor, más justo. Su novela, y el magnífico prólogo de Isaac de Rosa para la edición española, nos muestran un camino. No es solo testimonio. Es también esperanza.