El tinerfeñismo agradecerá eternamente a esta generación honesta de futbolistas, a Álvaro Cervera y a Quique Medina que le devolvieran, ayer en Hospitalet, al sitio que nunca jamás debió de perder. Contrasta la honradez profesional de cada uno de los jugadores, la unidad inquebrantable de este grupo y la dirección efectiva de este entrenador -en una palabra, los valores de esta plantilla- con el deslavazado Tenerife que cayó un día a las catacumbas del fútbol. La historia recordará siempre que no fue aquello un accidente, sino la concatenación lamentable de un sinfín de dislates. Lo contrario que ahora, donde un montón de méritos se han alineado al mismo tiempo para hacer de esta temporada una singladura exitosa, ejemplo de profesionalidad y entereza para futuras generaciones.

El equipo -aspa blanca sobre camisa azul, como en Gerona- respondió a la magnitud del acontecimiento, un cruce a dos partidos que premiaba a su vencedor con el ascenso. Sin más escalas, sin más aplazamientos. Encarriló el cambio de categoría en el Rodríguez López, donde se mostró como el conjunto fiero y sólido que ha sido como local durante todo el año; y despachó el asunto ayer en La Freixa Llarga, estadio fetiche, sobreponiéndose con sufrimiento extremo a todos los obstáculos: el empuje del adversario, la falta de urgencias en las filas del Hospitalet, el tan temido verde sintético y la salida briosa del conjunto de Miguel Álvarez.

Ya había advertido el técnico anfitrión que los 90 minutos en suelo catalán podían hacerse largos para el representativo. Buen aviso el del jefe del banquillo local y buen motivo el gol adverso en la ida (3-1) para no fiarse lo más mínimo. Lejos de la autocomplacencia o la relajación, enfiló el Tenerife esta cita como el partido histórico y trascendental que era. No obstante, vio enormes dificultades para adherirse al cuero y acariciarlo. El choque fue una enorme agonía. Conforme a lo previsto y cumpliendo todos los pronósticos, apostó Cervera por la misma base que le trajo réditos en el envite inaugural de la serie. Esto es, los hombres que han conformado la mayoría de las veces un once más expeditivo y diligente. Combinó el entrenador la fiabilidad de Aragoneses con la bravura de Llorente, la regularidad de Javi Moyano, la seguridad de Bruno, los nuevos aires que trajo Rigo, el temple de Ros, la aparición despampanante de Alberto, el desborde de Chechu, la valentía y talento de Cristo Martín, la categoría de Luismi Loro y el don de la oportunidad que tiene Aridane. Al final, la gloria fue para todos. Lo mismo para los titulares que para los suplentes que animaron desde el banquillo o aquellos que fueron excluidos, hecho con dolor el ejercicio de los descartes.

Del envite histórico, solo el final fue una gozada. Lo anterior, un calvario. Aun así, ya forma parte este partido matutino de Hospitalet del largo catálogo de días felices en blanco y azul, imprescindibles todos ellos en la memoria colectiva de esta isla. Ya descansa en la estantería de éxitos esta nueva exhibición al lado de otras tan brillantes como la goleada al Betis, preludio del ascenso en el Villamarín; el trallazo de Hugo que gritó la isla entera a miles de kilómetros de Butarque; el galopar hacia la red de Kome en Montilivi o, mucho antes, el extraordinario y portentoso laberinto de fe que completó el Tenerife con Martín en el banquillo y un montón de canarios viajando juntos a Segunda. Sucedió en el 87. Casi tres décadas después, la historia se repite. Y otro grupo sacrificado y honesto en el trabajo reproduce la gesta.

La historia de esta temporada culmina con lo acaecido ayer. Al fútbol le dolía la ausencia del Tenerife: club histórico, plaza imborrable. Desde ahora, su falta se remedia. Esto es posible porque el conjunto isleño ganó con contundencia en la ida. Ayer, toco sudar. Ya el nacimiento de la contienda se desarrolló en coordenadas para la preocupación. Estaba mejor plantado sobre la cancha el Hospitalet que el representativo, que se las vio y se las deseó para acercarse al meta rival. De los primeros 45 minutos, salió airoso. Incluso pudo ser que sentenciara en la primera mitad, pues un duelo a solas de Aridane con el portero se saldó de milagro del lado local. Los de Miguel Álvarez, serios y ordenados, dominaron pero no asustaron. Y así fue que se saldó el acto inaugural con 0-0.

La temperatura fue creciendo, lo mismo que el grado de padecimiento, que alcanzó cotas insospechadas. Un desajuste defensivo llevó la pelota a la jaula y puso por delante a los catalanes, que creyeron en la remontada. Al "¡sí se puede!" de la grada catalana respondieron bravos los 1.000 blanquiazules. A cada esfuerzo, un aplauso; a cada pase acertado, una ovación; a cada ocasión de gol, un sobresalto. El caso es que hubo pocas para un Tenerife que fue arañando segundos al cronómetro hasta ganar el final, que se pitó dos veces. La primera cuando pensaron los jugadores de Cervera que se había acabado el choque y la segunda, cuando realmente lo hizo. Entonces se descorchó la euforia, que todavía dura.

Los mejores de principio a fin, de cabo a rabo, todos y cada uno de los protagonistas de este ascenso pueden estar orgullosos. Han devuelto el entusiasmo a una sociedad que les considera el mejor antídoto para rebajar las tensiones de estos tiempos duros y llenar los bolsillos vacíos con la alegría que producen las victorias. Cervera y los suyos han recordado al tinerfeñismo lo que era un estadio lleno, el estallido de la ola en las gradas, los días grandes del Heliodoro, la seguridad de sentirse representados por un equipo de verdad. Nada que ver con los que hundieron este barco hacia Segunda B, ahora éstos que lo han reflotado se merecen la gloria. Y también los sorbitos de felicidad que ayer paladearon en Hospitalet, desde ahora tierra santa. El Tenerife, a todas estas, ha vuelto.