Rudy Fernández era inevitable como líder de una selección campeona del mundo. Ya asombraba en su tierna infancia, y poco después ensayaría maniobras que los adultos solo podíamos envidiar. Debería elegir entre el malabarista que nos quitaba el aliento y el mago reconcentrado que no solo botaba el balón con más soltura que sus mayores, sino que encima lo manejaba con un propósito. Esa determinación no le ha abandonado, y se traduce ahora en dos Mundiales.
RudyFernández heredó un físico afilado de saltador de altura o de vallas, combinado con la inteligencia salvaje de Rafa Nadal. El talón de Aquiles en su espalda le resguarda de hazañas sobrehumanas, aunque continúa acumulando rebotes reservados a jugadores que le avanzan en quince centímetros. Por su desprecio prodigioso a la ley de la gravedad, teme al tapón como la mayor humillación. Su mejor entrenador ha sido su padre, también el más duro, capaz de reprocharle un fallo en los tiros libres cuando venía de ganar un torneo. Le inyectó la fe en el triunfo, objetivo único de la alta competición. Lo orientó a bimundialista.
Rudy no es el jugador que más ha entrenado, pero también es el que menos lo necesitaba. Al fin y al cabo, ya lo hacía de muy niño. Se orientó hacia los triples de estilista y a la defensa. Si Ricky es el MVP ofensivo del Mundial, al mallorquín le corresponde ese galardón en tareas de recuperación y rebote. Se convirtió en un entrenador en pista, una figura rentable a medio plazo pero que genera ansiedad en medio del fragor del partido. La valentía de Scariolo ha consistido en atreverse a alinear a cuatro jugadores a muerte, injertando a un sabio que intercepta el pase porque lo lee antes de que su autor lo haya ideado. El seleccionador ha apreciado al campeón del mundo de los intangibles, lo cual tiene mérito porque siempre hay un entrenador dispuesto a sentar en el banquillo al tenista Rafa Nadal.
