La caza de especies silvestres fue una actividad de subsistencia desarrollada por nuestros ancestros y por la propia especie humana. En la actualidad se ha convertido en una afición que, en el caso de Canarias, comparten algo más de 13.500 personas. Aun siendo un colectivo importante, sus efectivos han disminuido notoriamente desde 2005 cuando se contabilizaron 31.332 licencias.

La actividad tiene defensores y detractores, y numerosos colectivos animalistas están en contra de la misma, pero lo cierto es que si se realiza dentro de un marco sostenible no solo no tiene efectos negativos importantes en la fauna sino que puede contribuir a la conservación de la fauna y la flora. Una buena gestión de la caza no solo permite disponer de poblaciones de especies cinegéticas sino que contribuye a la conservación de sus hábitats y de otras especies. En Canarias, por ejemplo, sin cazadores, el daño económico producido por los conejos en la agricultura y la vegetación sería tremendo. También, controlando arruíes y muflones, contribuyen a disminuir el impacto en la vegetación. Asimismo, sin el interés de cazarlas, la conservación de las codornices sería más complicada debido a la reducción de esfuerzos en mantener sus hábitats y controlar los depredadores introducidos por parte de las administraciones competentes.

Como es lógico pensar, los cazadores no tienen el menor interés en que se agoten los recursos de los que disfrutan. La confrontación entre cazadores y conservacionistas parecería resuelta en tanto que ambos colectivos aspiran a mantener las especies nativas objeto de caza en un grado de conservación óptimo. Sin embargo, existen discrepancias que deberían solucionarse. Una de ellas, está motivada por el enorme error del antiguo Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), al introducir muflones y arruíes en los parques nacionales del Teide y la Caldera de Taburiente a principios de la década de 1970. Todo el mundo sabe que las cumbres de esas islas albergan una gran cantidad de plantas endémicas y que la presencia de esos herbívoros es incompatible con su conservación. Los cazadores deberían entender que la vegetación de islas oceánicas como las nuestras ha evolucionado al margen de herbívoros de este tamaño, y los gestores de conservación en esas islas y en esos parques deberían proceder a su erradicación. Es más, en una situación ideal, deberían ser los propios cazadores quienes colaboren en su erradicación y los políticos responsables del medioambiente los que adopten medidas serias aunque sean poco populares.

En el caso de los conejos, introducidos poco después de la conquista de las islas, la situación es diferente en tanto que una supuesta erradicación no es técnicamente posible salvo en algunos islotes de reducida superficie, y además podría no ser aconsejable después de llevar varios siglos de asentamiento. Por otra parte, las poblaciones de conejos se han visto reducidas considerablemente a causa de enfermedades como la mixomatosis y la hemorragia vírica. Por el contrario, la tórtola europea es una especie autóctona cuyos efectivos han disminuido de forma drástica no sólo en el archipiélago sino en toda Europa, principalmente a causa de los cambios experimentados en las prácticas agrícolas, abandono del mundo rural y el uso de herbicidas. Ante esa situación, algunas comunidades españolas, como es el caso de Canarias, han establecido moratorias de su caza, y es probable que al final, dada la gravedad del declive, se considere una especie protegida en toda Europa. En las últimas décadas, cada vez más biólogos se han involucrado en la investigación de especies cinegéticas y en la gestión de la caza. Cuestiones tales como el censo de sus poblaciones, estudios del éxito reproductor, afección de enfermedades, elaboración de planes técnicos de caza, etc. hoy en día se consideran imprescindibles en el desarrollo sostenible de esta actividad. De hecho, en nuestro país se creó en 1999 el Instituto de Investigación en Recursos Cinegéticos con sede en Ciudad Real.

La caza es una actividad recogida en la Constitución española y cuyas competencias pueden ser asumidas por las comunidades autónomas. Además, en el caso de Canarias, su gestión ha sido transferida a los distintos cabildos. Siendo un derecho y estando regulada por la Ley de Caza de Canarias de 1998 y su correspondiente reglamento de 2003, no debería haber ningún problema en el ejercicio de la misma. No obstante, como en todos los colectivos, siempre hay quien se salta la legislación, disparando a especies no cinegéticas protegidas o utilizando hurones sin el obligatorio zálamo. Esto último ha provocado que en La Palma y La Gomera los hurones se hayan establecido en el medio silvestre con el consiguiente impacto tanto sobre conejos, como en gallineros y sobre la biodiversidad autóctona. Otro aspecto problemático, con perjuicio para los propios cazadores, es la práctica de liberaciones ilegales de conejos, muchas veces producto del cruce con ejemplares domésticos, y sin ningún tipo de control veterinario. Lo mismo ocurre con el traslado ilegal de perdices entre islas. También, de forma colateral, resulta negativa la contaminación por plumbismo en aves depredadoras al ingerir los perdigones de las piezas heridas. La investigación sobre otros tipos de munición está en curso, y es posible que en el futuro los perdigones de plomo sean sustituidos por otros de materiales más inocuos.

Además, de las obvias discrepancias entre cazadores y conservacionistas, por el bien de la caza y la biodiversidad, ambos colectivos están obligados a entenderse y a resaltar los puntos en común en vez de dedicarse a criticar unos a otros. Sería deseable una mayor colaboración, lo cual sin lugar a dudas mejoraría la situación actual de algunas especies.

Finalmente, y en mi opinión, la caza y la conservación de la naturaleza son perfectamente compatibles, y no hay que olvidar que es una actividad económica que genera empleo.