Ni miedo, ni vértigo, ni mareo. Saltar en caída libre desde 3.900 metros de altura no produce ninguna de esas sensaciones sino algo indescriptible que solo aquellos que se atreven a probarlo pueden compartirlo. La descarga de adrenalina que se experimenta durante los primeros segundos en los que se toma contacto con el aire es tan intensa que el estómago parece volverse del revés mientras un millón de mariposas revolotean en su interior. Sin apenas tiempo para ser consciente de donde te encuentras, el cuerpo se estabiliza y llega el momento de disfrutar de las vistas que ofrecen las Dunas de Maspalomas a 200 kilómetros por hora.

La emoción comienza con tan solo enfundarse el mono y sentir el peso del atalaje y del arnés que sujetan al alumno sujeto a su instructor durante ese primer salto en tándem. Pero el entusiasmo no es solo cosa de primerizos. Paco Romero lleva 36 años practicando este deporte y reconoce que, si después de tanto tiempo, "no siguiera sintiendo esa descarga de adrenalina, ya lo hubiera dejado".

Romero es el presidente de Skydive Gran Canaria, uno de los dos clubs de paracaidismo deportivo que hay en toda Canarias y que fue fundado en 1999. "El otro club también fue fundado por mí en 1977 para poder practicar este deporte en las Islas", comenta. A sus 65 años ha realizado cerca de 21.000 saltos en caída libre, lo que le convierte en el paracaidista que más veces ha saltado en el Archipiélago, "y seguramente en España", señala con cierto orgullo.

Con apariencia de superhéroe, el alumno con ansias de emociones fuertes decide confiar su vida a la experiencia de Romero. Ambos esperan al Cessna 206 que desde el aeroclub de Gran Canaria, situado al sur de la Isla, les llevará hasta la zona de salto ubicada en las Dunas de Maspalomas. Ésta es la única zona de todo el Archipiélago en la que se puede realizar paracaidismo deportivo con seguridad. "Los aeroclubs de las otras islas no tienen una zona de salto tan próxima como la que tenemos en Gran Canaria y al tener aeropuertos internacionales, casa salida supondría realizar unos controles propios de cada aeropuerto que haría que cada salto tardara más de tres horas en programarse", explica Romero.

Todavía en tierra tres instrucciones son suficientes para saber cómo hay que prepararse para el salto: cruzar los brazos en el pecho, doblar las piernas y hacer la cabeza para atrás. ¡Allá vamos!

A medida que el pequeño avión se va elevando y el paisaje se va asemejando más a un mapa de urbanismo que a una superficie estable, el alumno asume que ya no hay vuelta atrás y que la única forma de pisar tierra firme es salir por ese hueco del avión carente de puerta alguna.

En 20 minutos, aproximadamente, el piloto ha llegado a la altura conveniente y avisa a los ocupantes de ello. Por el camino Romero comprueba los amarres del aprendiz y ajusta aún más si cabe el arnés. "Como instructor tengo que controlar todo el equipo y ocuparme de la seguridad del alumno y de la mía. Cuando la gente viene asustada siempre les digo que los instructores de tándem somos muy egoístas porque queremos seguir viviendo", bromea Romero.

Con movimiento ágil y rápido, alumno y profesor están de pronto sentados en el borde de la avioneta, con los pies colgados y aire rebotando en la cara. En un rápido vistazo antes del gran momento, los ojos solo alcanzan a ver el banco de nubes que, como si de algodón se tratara, simula amortiguar la caída.

El fotógrafo del club, Marco Veiga, salta primero para inmortalizar lo que sin duda será un momento inolvidable para el novato. Con su figura como punto de referencia en la inmensidad del cielo, el alumno adquiere la posición de salto y, con un ligero impulso de Paco Romero, ambos están ya en el aire.

Tras la intensa descarga de adrenalina inicial, ambos componentes del tándem adquieren la misma postura: brazos semiextendidos a los lados y piernas dobladas hacia atrás. Con una sonrisa difícil de mantener a tal velocidad, Veiga se sitúa frente al tándem provisto de un casco donde lleva acopladas dos pequeñas cámaras con las que fotografía y filma cada detalle.

Tras atravesar las nubes, y cuando todavía quedan 1.500 metros de altitud, Romero abre el paracaídas tras consultar su altímetro. Alumno y profesor sienten como la apertura del paracaídas les empuja hacia arriba, mientras el fotógrafo desaparece a sus pies, y las mariposas vuelven a revolotear en el estómago. Con la profesionalidad y seguridad que solo los años proporcionan, Romero manipula el paracaídas haciéndolo girar hasta formar un remolino por diversión y cuya inercia arrastra al tándem. "Al principio el paracaídas es un elemento que te salva la vida y con el tiempo se convierte en una herramienta de placer para divertirse", explica.

Romero asegura que para practicar este deporte no hay edad. "La persona más joven con la que he saldado ha sido una niña rusa de siete años y la mayor tenía 96 años", afirma. En solo una semana, "si la meteorología es favorable y hay interés", cualquier persona puede aprender a saltar solo en paracaídas. "El primer salto es en tándem, el segundo lo realiza el alumno solo pero sujeto por los instructores a ambos lados, y al cuarto salto vuela por sí solo aunque acompañado", señala. En su trayectoria como instructor, Romero ha formado a 1.500 alumnos.

Poco a poco, a medida que el tándem desciende desde las alturas, las Dunas de Maspalomas adquieren su habitual apariencia. La llegada a tierra es suave y precisa. Tras jugar a ser pájaros durante los minutos que ha durado la experiencia, el único pensamiento que invade la mente de quien lo prueba por primera vez es el de repetir lo vivido. "La caída libre y el paracaidismo crean adicción", afirma sonriente Paco Romero.