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La isla de la dinamita

José Navarro vivió buena parte de su vida perforando pozos | Antes de los años 80 «era rara la semana que no había un entierro»

La isla de la dinamita

José Navarro Vega es un señor amplio. De biografía, memoria, manos y eslora. Son 85 años de hombre pero cuando se presenta parece su propio hijo y se produce el ademán de buscar tras sus espaldas para encontrar al viejo Navarro Vega. Pero no. Es él. Nuevito. Casi de paquete.

Desde que arribó al mundo vive en los mismos kilómetros cuadrados de La Lechuza de San Mateo, donde se ha montado en casa un ventanal proporcional a sus dimensiones.

A José Navarro se le vino a morir su padre a los cinco años, y los siguientes nueve los pasó en la Casa del Niño del barrio de San José.

Y con solo 16 ó 17 años comienza a trabajar de listero en los pozos. Pasando lista «para ver quién faltaba y quién venía» arriba en esas cumbres, primero en Los Pechos y luego en Los Cascajales, pegado a la Cruz del Saucillo donde está la presa de Cuevas Blancas, para rematar en La Hoya del Gamonal con el Servicio de Abastecimiento de Aguas de Las Palmas.

Cuando tenía 20 años entró en el cuartel de la mano de la Séptima Escuadrilla de Transmisiones de Canarias y África Occidental Española. Era un cuerpo eminentemente eléctrico. «Íbamos por ahí arreglando teléfonos, colocando luz, más de arreglar que desastrar». En Lanzarote, cuatro soldados, «y yo de cabo, pusimos los postes desde Arrecife a Guacimeta en el 56, cuando aquél aeropuerto solo era un llano de tierra sin cemento ni alquitrán en el que principalmente solo aterrizaban los Junkers”. También saltó la canal entre las islas y el continente para seguir empatando cables en Villa Cisneros o en Cabo Judy, cuando no colocando antenas de radio de radio de hasta 60 metros de altura para los aviones.

Un día en ruta cuando iba en jeep por Villa Cisneros dio en un alto en el camino con un manojo de periódicos viejos. «Ponía Radio Ecca. Mecánica a Distancia. Y me dije, capaz que esto me soluciona, porque a mí me gustaba mucho la mecánica. Hasta que me mandan una tonga de libros y empiezo a darle vuelta a las cosas».

Así que cuando salió en el año 57 del Ejército volvió a los pozos, pero a sección motores. También en Hoya del Gamonal, un sondeo que empezaron a emboquillar los ingleses, de ahí el vecino Lomo de Los Ingleses, que cuidaba un guarda jurado y donde José Navarro confiesa con orgullo que fue “donde me enamoré de mi mujer”, a la sazón hija de ese guarda jurado.

Navarro describe un mundo aquél en el que las personas entraban a las entrañas de la tierra por un agujero con un diámetro de tres metros y medio y una profundidad inquietantemente creciente. “Cuando llegué yo con unos 16 o 17 años tendría unos 40 ó 50 metros hacia abajo. Con el tiempo llegamos a unos 130 metros pero en su interior se abrió una galería con dirección a la Cruz del Saucillo de 300 metros, que a su vez la atravesaba por encima la número 36, que tiene una longitud de 800 metros con dirección a la Caldera Grande y que atraviesa toda la Cumbre”. A medida que Navarro se explica dibuja una Gran Canaria abierta en abanico por sus entrañas de las que rezuma el agua gota a gota, y que con miles de trillones de ellas forman los ríos del inframundo insular.

Son pozos, galerías y minas de agua horadadas por hormigas humanas, sobre todo a partir de la primera mitad del siglo XX, a golpe de dinamita, palas, sudor y miembros amputados, cuando no por muertos a decenas. En la conversación le acompaña su primo Ángel Reyes, que también trabajó los pozos. Al igual que el padre del propio Reyes. “A su padre”, afirma solemne, “yo lo saqué ya muerto del pozo ese”, ilustra de nuevo señalando con su dedo por el ventanal el fatídico lugar del finado.

Antes de la electrificación de los pozos trabajar en ellos era un infierno. Lucrativo, porque triplicaba el salario medio, pero infierno. Cuando Ángel tenía 14 años su padre tenía 57, el día que dio dinamita en el fondo por última vez. Navarro asegura que aún se acuerda de verlo “haciendo agujeros con el martillo para meter la dinamita. Era tanta la tierra encima cuando estábamos en los fondos que ni nos cabía un palillo de fósforo en la nariz. La ropa no era ni ropa, empapados, embarrados. Y te caía agua desde 50, 60 metros de altura, tanta que duele, pero tampoco debías mirar arriba porque una gota te podía sacar los ojos». Y todo oliendo a diesel y dinamita.

Cada nueva profundidad se hace a golpe de explosión. “Se meten doce barrenos. Le das a la campanilla para que te saquen y cuentas los tiros, pim, pam, pim, pam. Cuentas once y sabes que quedó un cartucho intacto. Ellos conocían dónde estaba el tiro que faltaba, pero por cualquier cosa quitando escombro le dio con el martillo de perforación, y bueno. Eso fue lo que pasó. Era rara la semana que no había un entierro».

Pero, con todo, el miedo no era un factor. “Yo iba en moto, en una Ducati, con mi hermano Antonio a comprar a un polvorín del Balcón de Zamora. Cogíamos una caja de dinamita de diez paquetes, que cada uno lleva 20 cartuchos, y que colocábamos entre él y yo. Nos enredábamos un rollo de 300 metros de mecha por el cuello y en las manos nos poníamos otras dos cajas de pistones y así tirábamos carretera abajo. Si llegamos a explotar no dejamos ni rastro”.

Navarro con apenas 37 años se mejoró como contratista para trabajos bajo superficie, hasta que ya con la electrificación poco antes de los años 80 fue decayendo el trajín puro y duro. Así que poco después de cumplir los 45 se fue a trabajar como mecánico en la fábrica de tabaco La Favorita. Él no sabía cómo se hacía un puro, no, pero lo que es la maquinaria para envolver aquella magia de humo la tenía afilada como un violín.

Durante 14 años siguió en la empresa hasta que le ocurrió algo parecido con lo del periódico y Radio Ecca. Se puso en su garaje a ver cómo le hacían una puerta metálica, y hoy, José Navarro Vega, que también es padre de cinco hijos, mantiene a pulso una empresa familiar de decenas de empleados en una nave de 1.732 metros cuadrados en Arinaga. Carpintería Metálica San Mateo, se llama su último bombazo.

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