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Con mucho geito | Ramón Jesús Martel Martel

Radiografía de un volador

El valsequillense Ramón Martel Martel representa a la quinta generación de un saber que se está perdiendo en Canarias

Radiografía de un volador

Ramón Jesús Martel Martel no lleva sangre en las venas, sino una mezcla de perclorato y nitrato potásico, que es de la materia de la que están hechos los fuegos de artificio.

Hasta su propia fecha de nacimiento tiene algo de explosivo. «Mi madre dice que nací el 4 de febrero de 1970, pero fue tanta la alegría de mi padre que estuvo días y días celebrándolo, hasta que me vino a registrar 16 días después, así que oficialmente vine al mundo el 20 de su febrero».

Su padre se llama Ramón Martel, uno de los más afamados alquimistas en el arte de pegar fuego que ha parido el archipiélago.

Pero no queda así la cosa, porque Ramón hijo, a su vez, resulta ser nieto de Mariana Martel Dávila, de Arucas, que también conocía el oficio y así hasta topar «con el bisabuelo de mi padre, del que se cree que era el cañonero de un barco pirata que se que enraizó aquí, aunque a ciencia cierta no se sabe». Lo que sí se conoce es de la imagen del hombre, vestido con elegante puntería y al que se le aprecia una suerte de agujero en la oreja, de donde en un supuesto le colgaría el aro bucanero.

De vuelta al muy tataranieto Ramón Jesús hay que remontarse a la edad de siete u ocho años, cuando ya iba con su padre a disparar en la mitad sur de la Gran Canaria festera. «Desde que salía de clase me veía de pequeñito ayudándole en el taller y cuando nos íbamos a disparar a mí me dejaba trabajando a lo mejor en un hotel y él se iba a otro espectáculo. Cuando yo terminaba, recogía las herramientas y me quedaba dormido en una caja hasta que volvía a recogerme. Y tan feliz».

Del padre no dice más que palmeras de colores. «Siempre con él y con mucho gusto, del que nunca le escuchas una palabra más alta que la otra, y que jamás me dio ni un coscorrón».

La pirotecnia como ciencia no tiene facultad universitaria, así que las primeras lecciones de una asignatura que lo tiene todo, desde la física a la química, la fue aprendiendo del día a día, desde que oía a su abuela en las Cueva de Correa «decir que al antimonio no se le puede poner agua porque es muy reactivo». Tanto es así, «que si se te mojan diez kilos te mata». Era un saber que se pasaba de padres a hijos, «mi abuela no sabía leer ni escribir», pero manejaba la tabla periódica casi por puro instinto.

Y cuando no, a cuenta de prueba-error. «A lo mejor compraba un kilo de perclorato en la droguería de Arucas y con la misma pala cogía el nitrato potásico de un saco, y dejaba de ser puro el producto, que es lo que genera el peligro. Así fue que mi abuela se quemó las manitas, y gracias a que trabajaba muy poca cantidad». Con esas fórmulas de botica casera se iba a deslumbrar a la gente en las fiestas de la isla haciendo cascadas de fuego, o ruedas, tracas y voladores en una época en el que las gigantescas filigranas actuales eran pura fantasía por llegar.

Eran los tiempos prepalmeras, en la que solo una de las actuales estrellas de la pirotecnia moderna, de 875 gramos de materia reglamentanda, daban para toda una entrega de la fiesta antigua.

Hoy en día, en las fiestas de San Miguel, que son las más megatómicas del Archipiélago, y buena parte de España, se pueden quemar hasta 300 kilos de un combo de productos que es secreto de la casa, lo que ofrece entre media hora a 45 minutos de fuego.

Pero no al tuntún. Cada virguería lleva su receta y para llegar a ella el fueguista mezcla, combina y dosifica hasta encontrar la piedra filosofal del mixto canario.

Aquí es donde se convierte en químico, físico e inventor, -«he inventado un montón de cosas»-, algunas como convertir un simple cohete con rabo en un volcán de fiesta. «Nosotros hacemos unos voladores, de unos 15 o 16 euros, que el que los tira parece un ayuntamiento», ríe.

Para llegar a ser el Space X del volador el proceso pasa por «probar y probar, y no unos solo, sino que sacas el barreño y disparas diez, todos los días disparamos. Si son de trueno, pues esperamos a que la gente se levante y los lanzamos a las diez de la mañana, y si son de color, esperamos a que caiga la tarde para ver los efectos».

A eso se añade la tecnología. Ramón enseña una máquina «de última generación», comprada en Alemania. Galaxy, se llama el artefacto, con 400 canales para disparar y un número ilimitado de secuencias. Pero luego, al lado, tiene otro compacto chisme con una antena que raya en lo esotérico. “Con este aparato, si hay un concierto allá lejos y tú tienes los fuegos a un kilómetro, te calcula la distancia y te permite que justo cuando el batería haga pum, salte la palmera a la vez”.

Todo este rebumbio de conocimiento renancentista en torno a la pólvora ya es cosa, en Gran Canaria, de solo dos. De su pirotecnia San Miguel, “y la de Benjamín Dávila, de la pirotecnia terorense El Pilar”. El resto ya no juega con la artesanía de maquinar sus propios artefactos, sino que ya vienen diseñados de afuera, sobre todo de China, en un saber que se va perdiendo pero que ha dado a Martel una interminable retahíla de premios, como el bombazo que dio en 2014 en Berlín cuando lograron el primer galardón en la modalidad piromusical, «básicamente porque me gusta todo lo que hago y amo mi trabajo».

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