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ANÁLISIS

Los 400 años de las fiestas del Pino

La festividad comenzó en el año 1607, con la primera bajada de la imagen de la Virgen a la capital de la Isla | El clérigo Baltasar Fernández sentó las bases de las tradiciones

Los 400 años de las fiestas del Pino Miguel Rodríguez Díaz de Quintana

En estos días, que con gran entusiasmo se están celebrando fechas y aniversarios conmemorativos de nuestra gran fiesta terorense, conviene recordar que también cumplimos cuatro siglos de los orígenes litúrgicos que comenzaron a celebrarse en honor de la que empezó a ser la devotisima Virgen del Pino, efeméride que indiscutiblemente debemos al canónigo de la villa mariana de origen portugués, Baltasar Fernández Castellano.

Podemos señalar el inicio de las que serían las populares fiestas marianas en 1607. Este es el año en el que se acuerda bajar por primera vez a la ciudad de Las Palmas a Nuestra Señora, a la que ya se empieza a tildar de milagrosa imagen. Dio aquel impulso devoto la victoria que alcanzaron nuestros milicianos en julio de 1599 al defender como leones la incursión en la isla de las tropas del holandés Pieter Van der Does.

Hasta entonces las fiestas de la Natividad de la Virgen se celebraban en la ermita portuaria de Nuestra Señora de La Luz. La nueva parroquia de Teror quedó definitivamente concluida en 1606, y al año siguiente es cuando con gran expectación se va a efectuar la primera bajada de la Virgen a la Catedral de Santa Ana. Durante su estancia en la ciudad fue extraordinaria la continua donación de limosnas y enseres llevados a la Patrona. El Cabildo catedralicio entregó 300 reales, y 500 más ofreció el canónigo palmero Pedro de Espino, mientras que el pueblo llano obsequió a María en el mismo atrio catedralicio con cruces, lámparas, incensarios, navetas y coronas de plata.

En la siguiente bajada de marzo de 1620 los regalos y la devoción tributada a la imagen se multiplicaron. En esta ocasión proliferaron los vestidos, mantos, bujones, sayas, tocas, paños, valonas y rosarios. Este creciente entusiasmo empieza a ser importante y el Cabildo catedral comenzará a responsabilizarse de la dotación que debía de organizarse para que se inicie la celebración de la festividad mariana de la Natividad de la Virgen en su propio santuario de Teror.

Y será el capitular terorense antes citado y hombre fuerte del Cabildo eclesiastico, Baltasar Fernández Castellano, quien aquel mismo año de 1620 solicitó al cuerpo de prebendados esta asistencia a la parroquia de la Villa. Se comenzó por designar los músicos y cantores, luego los capitulares que debían de cantar la misa el día principal, y con el tiempo se les señaló la retribución de horas. El canónigo Castellano estuvo al cuidado de que esta asistencia catedralicia a la Villa Mariana no faltase durante el resto de su vida, y fue, en definitiva, quien trazó los antecedentes de esta arraigada, emotiva y antigua tradición religiosa.

El clérigo había nacido en la villa en 1587, y era hijo del portugués Baltasar Fernández, oriundo de la feligresía de San Martín, junto a Coimbra, y de la terorense Catalina Lorenzo, apodada la castellana, de ahí el apellido.

Un procedimiento inquisitorial de limpieza de sangre que presenta el cura Castellano al Santo Oficio en 1615 da noticias de sus antecedentes y familia, de lo que se acredita que gran parte de la población asentada en la villa durante el siglo XVI procede de la localidad extremeña del término de Almendralejo, en Badajoz, al mismo tiempo que los testigos confirman el parentesco que a muchos de ellos les unen por lazos de consanguinidad. El cura hablaba varios idiomas, y era el encargado de visitar los navíos que arribaban a las costas isleñas para informar si viajaban en sus bodegas súbditos herejes, que eran perseguidos con saña por la Inquisición de las Islas.

El visto bueno que da el Santo Oficio a la información presentada por el presbítero permite al terorense formar parte activa del colegio capitular. Ingresó en el Cabildo como doctor en Teología a los 25 años de edad, y en él va a permanecer hasta su muerte, convirtiéndose con el tiempo en el canónigo decano de la sede al ganar una canonjía en 1612.

Sus doctos conocimientos le colocaron en una altísima estimación eclesiástica, llegando a ser el imprescindible prebendado al que se le consultaba su opinión sobre cualquier determinación acordada en los plenarios catedralicios. Como mayordomo de fábrica su decisión reflejaba autoridad. Tanto opinaba donde se colocaba el órgano de música de la iglesia, como daba su voto concediendo licencia a los cantores y capitulares para viajar a la Península, o acordando prestaciones económicas al personal de Santa Ana «para ayudar a curar ciertas enfermedades». Estos acuerdos se deliberaban a través de las famosas bolas negras y blancas secretas en las talegas catedralicias, nomine discrepante.

En casi todas estas determinaciones siempre había un comentario, un añadido, una reflexión o una contradicción que el canónigo de Teror emitía solemnemente. Era un hombre de carácter y hasta en cierto modo temido. Tanto fue así que prácticamente vivió de por vida enfrentado con el obispo Cristóbal Cámara y Murga. Posiblemente su fuerte personalidad debió ser la causa del enfrentamiento que tuvo con el obispo durante todo su pontificado, hasta el extremo, que el prelado lo llegó a demandar y excomulgar, manifestando «que acusaba por capital y público enemigo de su persona y dignidad al canónigo terorense Baltasar Fernandez Castellano», atreviéndose el provisor del prelado a apresar al canónigo y ponerle grilletes en su propia casa.

Don Cristóbal se había quejado al nuncio diciendo que el canónigo rebelde había publicado «que Cámara y Murga era un sujeto inquieto, que tenía su diócesis revuelta con pleitos y recursos de fuerza, que vendía los libros de su sínodo muy caros, que obligaba a los curas a que le regalasen y costeasen, que sus familiares eran escandalosos, en demasiado número y se enriquecen con sus salarios, que don Cristóbal padecía con frecuencia un mal que le privaba del juicio, y que el obispo, cuando se irritaba, vociferaba como un energúmeno», (acta capitular de 10 de junio de 1634).

El caso llegó a alcanzar tal grado de virulencia que la queja circuló por la curia de Su Santidad. Al final no hubo sumisión ni se consiguió la paz entre el obstinado cura de Teror y el pastor canario. Al obispo no le quedó otra alternativa que solicitar traslado y su marcha a Salamanca fue tan precipitada, que en el Cabildo se tenía la incertidumbre de no saber si declaraba que la sede estaba vacante. Los capitulares nombraron luego vicario a Pedro de la Cruz Alarcon, arcediano de Tenerife, y por inquisidor ordinario, precisamente al inquieto canónigo de Teror, que también asume la Colecturía de la Cámara Apostólica del Obispado.

Resultaba curioso que el genio y figura del clérigo canario forzara la marcha del pastor alavés, aquel recordado obispo que fue el primer cronista de la Virgen del Pino al narrar en su sínodo las excelencias de la villa y del prodigioso milagro de su aparición, y que luego asumiera una de las más altas responsabilidades en la diócesis.

Pero volvamos a las fiestas patronales de la Excelsa Señora del Pino. Tan pronto como el canónigo de Teror entró a formar parte del colegio catedralicio, propuso la reforma de los estatutos capitulares por considerarlos desfasados. En el Cabildo, a 4 de septiembre de 1620, a punto de celebrarse el día de la Natividad de la Virgen, Castellano es el que mejor conoce cómo iba evolucionando la devoción mariana, y el fervor que comprobó en la segunda bajada a la capital unos meses antes delataba que había que potenciar la efemérides, y el entonces joven canónigo solicita en aquella apresurada asamblea todo lo imprescindible para las fiestas de la Señora, acordándose que se le diera lo necesario. Solicitaba músicos y cantores, ornamentos de la sacristía, la diputación de tres capitulares para la celebración de la función principal, compuesta de una dignidad para cantar la misa, un canónigo para el evangelio, y un racionero para que entonara la epístola.

Poco a poco se van asignando tanto a los prebendados como a los músicos el pago de horas por su asistencia. Con el tiempo se fue formando la costumbre de prevenirles casa y hospedaje, también caballos y burros y la entrega de un cuarto de carnero para su alimentación. En 1731 se comienza a documentar la llegada a Teror de la llamada nieve de la cumbre para suavizar el rigor de la canícula.

Las fiestas de septiembre de 1646 fueron las últimas que disfrutó el docto clérigo de la Villa. En aquel momento era el decano de los capitulares de Santa Ana y hasta entonces seguía muy diligente los asuntos que concierne a la catedral. Vigilaba con atención los intereses de la Iglesia y los salarios de los capellanes reales, estando al tanto de posibles tergiversaciones en la libreta de las cuentas, corrigiendo, si fuera menester, los equívocos producidos. Murió este celoso guardián de la festividad de la Santa Señora el 25 de octubre de aquel año, a los 59 de edad. Su labor, que nadie ha resaltado, ha quedado como un precedente inalterable en las densas páginas históricas de la Villa Mariana.

Pasados estos cuatrocientos años nos parece oportuno recordar hoy su entusiasmo y el impagable inicio de nuestras populares fiestas religiosas en honor y homenaje a nuestra Excelsa Patrona la Virgen del Pino.

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