Teror

El Día de Finados

En Canarias nunca se celebró la efemérides el 31 de octubre

Ser víspera de festivo quizá ha hecho coincidir esta tradición transformada en taifa en muchos lugares

Visita a un cementerio en la celebración del Día de los Finados

Visita a un cementerio en la celebración del Día de los Finados / LP/DLP

Como ya he escrito muchas veces, la tradición anglosajona y protestante como derivación de la misma, con orígenes y raíces idénticas a la católica en las festividades de estos días ha derivado en otras zonas del mundo con la celebración de Halloween, relacionada con la vigilia vespertina del día anterior a la fiesta de Todos los Santos que dentro de la cultura de habla inglesa, se denominaba All Hallow’s Eve, vigilia de Todos los Santos.

El equivalente en la celebración católico-romana hunde también sus fundamentos en las mismas tradiciones, pero por razones obvias ha tenido un discurrir diferente. Detrás de ambas se deja traslucir un arcano miedo a la muerte, mezclado con superstición, magia y esoterismo. La constancia histórica nos asegura que el emperador bizantino Focas hizo donación del célebre Panteón de Agripa, dedicado a todos los dioses, al papa Bonifacio IV en el año 608, que lo transformó en iglesia cristiana bajo la advocación de Santa María de los Mártires. Veintiocho carretas de huesos sagrados de mártires de inicios de la era cristiana fueron sacadas de las catacumbas y las osamentas colocadas en un recipiente de pórfido bajo su altar mayor. La fiesta comenzó desde entonces a celebrarse el 13 de mayo; el papa Gregorio III en el 741 la cambió al 1 de noviembre y en el 840, Gregorio IV la elevó a Fiesta Universal.

Para completar la tradición tal como nos ha llegado, el año 998 San Odilón, abad del Monasterio francés de Cluny, añadió la celebración del 2 de noviembre como fiesta en recuerdo de las almas de los católicos fallecidos por lo que se denominó de los Fieles Difuntos. A partir del Concilio de Trento, y como los protestantes negaban la existencia del Purgatorio, esta fiesta se afianzó aún más y los templos católicos se llenaron de cuadros de ánimas que dejaban bien claro lo que podían estar pasando nuestros fallecidos parientes disolutos y lo fácil que resultaba para nosotros salvarles de la cremación eterna.

Por tanto, el 1 de noviembre, Día de Todos los Santos y víspera del de los Difuntos se iniciaba la celebración en las islas de este evento; que era básicamente religioso, pero se complementaba con tradiciones ligadas a las fechas en lo culinario y que duraban todo noviembre, el llamado mes de los Fieles Difuntos.

Misas, responsos, y las posteriores reuniones familiares eran la base de esta celebración; que se complementaba con la chiquillería que salía a pedir por «los santos» o «por los difuntos» con presunto destino al pago de misas; y con grupos de jóvenes que terminaban muchas veces de parrandeo por las calles tras las hogareñas reuniones.

El 31 de octubre de 1908 don Felipe Ravina, alcalde de Santa Cruz de Tenerife publica un decreto por el que hacía saber que «siendo costumbre en aquella población abrir al público las puertas del cementerio de San Boque y San Rafael la víspera y el día de finados para que las personas que lo deseen puedan tributar recuerdos a la memoria de sus parientes, deudos y amigos, en la forma adecuada a esta clase de demostraciones, he resuelto que en los días 1 y 2 del mes de noviembre y sólo con tal objeto permanezca abierta la referida necrópolis hasta el obscurecer, sin permitir la estancia de ninguna persona dentro del recinto más que el tiempo necesario para cumplir aquel fin».

Como escribiera un cronista del pasado siglo era por ello fiesta de honda raigambre cristiana, severa y alegre; que se mantenía al calor de las familias, pero en la que se suavizaba la estremecedora evocación religiosa con la presencia de lo popular. En las casas se hacían penumbras para ponerse a bailar las sombras alrededor de las lamparillas que se encendían sobre el aceite en honor a los muertos; y comenzaba la nocturna comilona de almendras, manzanas, nueces, castañas, higos pasados y olorosos cochafiscos que llenaban de aroma toda la casa; complementado por los mayores con licores y vino dulce.

Y siempre el recuerdo, el permanente recuerdo hacia los que no estaban.

El mismo día 1 y sobre todo al día siguiente, comenzaba la preceptiva visita a los cementerios. Limpieza de mármoles y losas, altarcillos, velas, y todo según lo que cada familia podía para poner el hogar de sus finados lo más decente que fuera posible. Un poeta de inicios del pasado siglo escribía «traigo el alma triste de ir al cementerio; qué solos estaban, entre tanta gente, toditos los muertos!»

Porque también se puso de moda escribir coplas y poemas dedicados a este recuerdo, con los que se aderezaban las lápidas; y que a muchos gustaban y a otros hacía hasta gracia ya que se aprovechaban para alabar, halagar y hasta envilecer a los que viles habían sido en sus vidas.

«Bajo esta negra losa un incondicional muerto reposa; que se pasó la vida pensando solamente en la comida»; «todas tienen luces y flores, y versos, los pebetes, en torno, derraman perfumes que se lleva el viento»; «sobre de tu tumba fría tengo el corazón helado de llorarte vida mía a todas horas del día»; «un ángel volado al cielo con cetro corona y palma por nombre tuvo Mariana, de primera fue su entierro el siete por la mañana».

El corazón ponía la gente en estas palabras que prendían en las tumbas de sus seres queridos; a la que al final el consistorio de Las Palmas puso fin por considerarla irreverente versicomanía y sujetó a una previa censura cuantas décimas y cantares fueran a parar a las «frías tumbas» y «lóbregas lápidas». Pero no sólo en el ámbito de la poesía popular floreció esta costumbre coincidente con el periodo literario del romanticismo.

En 1857, el poeta Rafael Martin Neda publicaba una exaltación de las celebraciones, a la que tituló El Día de Finados y en la que en estilo más cuidado pero no más emotivo que las coplas del pueblo exclamaba «¡Oíd y prosternaos! entre el polvo de la ruinosa tumba solitaria, levantad ferventísima plegaria que suba del Altísimo al dosel… La voz de las pasiones no retumba de la sagrada fosa en el dintel ¿Dónde van esas gentes que ayer loca en pos de los placeres caminaban, y sus profanos cánticos alzaban al rumor halagüeño del festín? ¿Dónde van presurosas y agitadas? A llorar por los seres que han perdido y el sueño duermen del eterno olvido de otro mundo ignorado en el confín».

O la poetisa Isabel Poggi Borsotto que en 1865 y con el mismo título escribía «venid; venid, y contemplad en este grandioso día lo que ha sido de los que han brillado antes que vosotros: buscad en todo el orbe; y por do quiera os responderá el silencio: aquí nada es estable: magnates, tiranos, hipócritas y avaros, todos han vuelto a su primitivo estado: ¡fueron convertidos en polvo, que el viento ha dispersado!»

El Día de los Finados se ha mantenido y mutado porque es religión y sobre todo es cultura y la cultura cambia o deja de ser lo que es. Pero debe también estar presente el respeto a la tradición y al conocimiento de lo que era y como era.

El 31 de octubre, en Canarias no celebrábamos los Finados. Quizá, el ser víspera de festivo haya hecho coincidir este evento transformado en taifa, en muchos lugares.

Pero, sencillamente, la gente debe saber cómo era antes y por qué se va cambiando.

Néstor Álamo, cronista de la villa de Teror y de Gran Canaria afirmaba en 1974 que el Día de Finados era para los grancanarios algo serio y distinto, mucho más importante que el de Todos los Santos. El uno de noviembre y como fiesta de víspera se seguía un rito funeral impreciso arraigado acaso en la hondura precristiana: era, según Álamo, «el paladeo de las castañas tostadas. Y manzanas de la tierra, de esas que llamábamos francesas. Se jugaba a la perinola en las juntas de amigos o de familia y con las manzanas, digo, se comían castañas tostadas al uso del país, en tostadores de barro y no a la cenicienta y peninsular manera. O guisadas con matalahuva. Y se bebía anisado a lo discreto».

Manteniendo las antiguas usanzas, pero variando lugar y cantidad de personas, el Día de los Finados duró hasta los años setenta del siglo, en lugares como Ingenio, San Bartolomé de Tirajana o Fontanales.

En los últimos años, la mayoría de los ayuntamientos están incluyendo en sus calendarios festivos la recuperación de la celebración. No debemos olvidar jamás su correcta ubicación cronológica pese a que los festivos nos obliguen; y la raíz religiosa, cultural y hasta culinaria que permanece aún en los saberes de tantos canarios y canarias.

Y recordemos que a todo ello se invitaba con un ¿gusta usted de finar?

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