Para la mayoría de los participantes, si no todos, casi todos, habitantes de Las Palmas, éste, hasta ahora, era sólo un espacio vislumbrado, nunca hollado. Y eso que es el espacio icónico por excelencia de la ciudad. Un espacio extraño que es la urbe y al mismo tiempo no lo es, que forma parte de ella pero en el que sus habitantes no pueden entrar libremente. La ciudad prohibida. O la isla misteriosa. Un fragmento enigmático de Gran Canaria, una cápsula arcana de Las Palmas, un territorio que, en tiempos, la subida de la marea convertía en isla, como indica la memoria de su nombre: La Isleta. La veintena de paseantes ha entrado en la zona de esta península custodiada por el ejército, considerablemente mayor que el área habitualmente transitable. Participan en una de las excursiones que organiza el Club Deportivo Confite (facebook: Confite Senderismo).

Nueve de la mañana. Nada más traspasar el control en la entrada de la Base del General Alemán Ramírez, un hormigueo recorre el cuerpo. Lo que se extiende delante, adentro, no se parece a lo que se deja atrás, afuera. Apenas se ven militares -se congregan en puntos ajenos al itinerario- y la expectativa de una larga caminata -los vehículos se han aparcado en el exterior- pone los sentidos en alerta.

Tras sortear un helicóptero y un tanque obsoletos, emplazados como monumentos en los lindes de la carretera, el grupo gira a la derecha y se interna en un camino de tierra para la ascensión de la Montaña del Vigía. ¡Senderismo por la naturaleza en plena ciudad! El entorno volcánico no es lo único que transmite la sensación de experiencia marciana.

Juan Manuel Rodríguez, miembro de Confite, que conduce la marcha, explica que El Vigía es la más reciente de las montañas de La Isleta. Su color negro y el gris del cielo tiñen de melancolía el ambiente. La diseminación de las rocas a causa de las erupciones resulta llamativa. Parece como si hubiesen sido meticulosamente dispuestas.

El grupo se detiene en un repecho junto a una gran antena. Desde aquí las construcciones del istmo y Ciudad Alta se aparecen ante los paseantes dentro de lo que hasta ahora constituía para ellos un panorama ciego. Extraños y familiares. Bajo el subsuelo y a través de la antena circulan energías que se presienten y cargan de tensión lo visible.

La lluvia, que acompañará a lo largo del recorrido, arrecia durante la llegada a la cima. Ésta está salpicada de búnkeres y escaleras que descienden a los polvorines del subsuelo. Según relata el guía, la Montaña del Vigía está atravesada por numerosos túneles. En este juego de reenvíos entre lo que se ve y lo que no se ve, se alza, invisible también, la desaparecida Montaña de La Esfinge, cuyo nombre pervive en la cantera que la devastó, así como en el roque y el muelle que se extienden, igualmente, en las inmediaciones de esta otra montaña coronada por los excursionistas.

Pisadas sobre la tierra calcinada, viento. Si hay animales, pasan inadvertidos. Los únicos seres vivos que se manifiestan son los brotes de las aulagas reverdecidas por la lluvia.

Los paseantes atraviesan el malpaís de La Herradura, una planicie que genera pensamientos de vértigo y extinción, y recorren la vereda jalonada de cráteres de Las Hoyas. A su derecha, abandonada como una nada en medio de la nada, se erige silente la antigua prisión militar. Continúan los caminantes por una vereda y atraviesan el "Poblado afgano", una simulación realizada para que entrenen las tropas destinadas a Afganistán. Mientras andan por este espacio, que añade ficción al paisaje, uno de los paseantes, José Antonio, entabla conversación con el reportero y le cuenta su historia: era comerciante de alfombras, tuvo un comercio en las inmediaciones del cine Capitol, y compraba personalmente su mercancía en Fez, Teherán y Kabul. Explica que la capital afgana era una ciudad caótica habitada por más de tres millones de personas, con soldados soviéticos borrachos en las teterías y pastores que bajaban de las montañas a vender sus alfombras. Los coches Peugeot y las camionetas Toyota circulaban por las calles sin aceras. A José Antonio, el "Poblado afgano" le hace pensar más en Ifni, donde vivió largo tiempo.

Antes de bordear la pequeña Montaña Pelada, la excursión se detiene junto a un polvorín abandonado, donde repone fuerzas para encarar la siguiente ascensión. El interior del edificio está cubierto de graffitis de antiguos soldados de reemplazo que honran su lugar de procedencia: Cruce de Sardina, Zárate, Cruz de Piedra, Carrizal, Vecindario?

En medio de la llovizna se reanuda la marcha. La Montaña del Faro, que los visitantes suben por la cara norte, tiene una pendiente más pronunciada que la de la Montaña del Vigía. A medida que se asciende, el viento sopla con más fuerza. Llegada al punto más al norte de la isla: la mayoría ha divisado este lugar al dar la vuelta a La Isleta en barco pero nunca hasta ahora ha puesto pie en él. Delante de la boca de una casamata la excursión contempla una vista que impone: el descenso abrupto del relieve, la devastación causada por la cantera del Roque Ceniciento, el mar agitado en La Hondura, las olas que golpean el roque. Impresiona la soledad de éste último, que parece una réplica especular de la isla y de La Isleta.

Giro en dirección sureste, hacia la cúspide, donde está el faro. La mayoría sólo lo conocía hasta ahora como una luz sin cuerpo. Ahora, al contrario, si no es que les alcanza el anochecer, es, en cierto modo, un cuerpo sin luz.

El guía pregunta si alguien tiene la llave del faro. Miradas de desconcierto, hasta que se adelanta un excursionista, Nicolás. Es farero pero, con la complicidad del guía, ha mantenido hasta ahora este dato en secreto. Automatizado desde 1996, el faro es controlado a distancia por Nicolás y el resto de los técnicos en señales marítimas de la Autoridad Portuaria, que se ocupan de todos los faros y balizas de la provincia. No obstante, en tiempos, Nicolás pernoctó aquí para sustituir durante sus vacaciones a su colega Agustín. Y, aún, de vez en vez, alguna tarea le obliga a regresar.

En el interior, la mayoría de las estancias están vacías. De cuatro en cuatro, los excursionistas suben hasta la linterna que por la noche no sólo alumbra el mar sino Las Palmas. Exclamaciones. Nicolás explica que debido a su peso la linterna se sustenta en una cubeta de mercurio. Una explosión en la cantera de La Esfinge a principios de los noventa provocó que el metal líquido rebosara y la linterna estuvo varios días sin proyectar su luz sobre el mar. Y sobre la ciudad.

El descenso de la Montaña del Faro se realiza por una carretera sin señalización que dibuja una curva muy pronunciada. El trazado y el color de la cinta de asfalto replican horizontalmente las montañas.

Montaña Colorada, la más antigua de La Isleta. Su ascenso es el más duro también. El cansancio y la enorme edad del paisaje hacen que los silencios sean cada vez más prolongados. Una de las paredes de la montaña está cubierta por un liquen negro, la orchilla, del que se extraía tinte púrpura. En la cima la vista es disputada por fenómenos de orden distinto: restos de una cantera aborigen para fabricar molinos, tres nubes verticales que se acercan desde el mar y descargan la lluvia, el barrio de Las Coloradas, en la falda, con su campo de fútbol, enorme en relación a lo edificado.

Bajada por la cara sur. Sendero hacia la salida. Cuatro de la tarde. Resta el trabajo del sueño. Afuera los paseantes sienten que vienen de otro lugar y de otro tiempo. Regresan, sin embargo, desde el presente de Las Palmas.