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"Aquí, que vine a ver a los muertos"

Como Fefina, decenas de personas acuden estos días a honrar a sus seres queridos al histórico cementerio de San Lorenzo

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Cementerio de San Lorenzo

"Aquí estoy, que vine a ver a los muertos", le indica Josefa Rodríguez Afonso a una amiga mientras termina de echar agua a una garrafa con helechas. Es 31 de octubre, víspera del día de Todos los Santos, y cientos de personas acuden a los camposantos de la capital grancanaria para honrar a sus difuntos. Fefina, como la conocen todos en Tamaraceite, acude a media mañana al cementerio parroquial de San Lorenzo, el tercero más antiguo de la capital, para poner unas flores a sus familiares más cercanos. Aquellos de los que guarda gratos recuerdos y de los que no quiere despegarse. "Mi hermana, antes de fallecer, se preguntaba quien se ocuparía de venir aquí, le dije que estuviera tranquila, porque mientras pudiera no me olvidaría de ellos", señala.

A pocos metros de esta vecina de Tamaraceite una cruz de 1959 recuerda a Eusebia Almeida Pérez, su abuela. "Los recuerdos siempre quedan", afirma con nostalgia. "Ella tuvo 12 hijos y no se cuantos abortos, me acuerdo que nos gustaba tocarle la barriga porque la tenía blandita; eran buenos tiempos, nos reuníamos todos los nietos a su alrededor a jugar", apunta antes de despedirse de sus parientes fallecidos.

Fefina supera ya los 70 años de edad y aunque han pasado seis décadas desde que su abuela les dejó, no puede evitar venir a verla, a ella, a sus padres y a sus hermanas; "una vez cada 15 días", especifica. Y es que el de San Lorenzo es un cementerio familiar o al menos eso es lo que repiten quienes acuden allí estos días flor en mano. "Es de pueblo, como si fuera el de Tejeda", apunta María Isabel Benítez García mientras su prima termina de limpiar la lápida de unos allegados.

Hasta este camposanto, de reducidas dimensiones y discreto en mitad de una hoya, acuden estos días vecinos del pueblo y de barrios cercanos como Tamaraceite. Aquellos lugares que en su día formaron parte del extinto municipio de San Lorenzo, cuya anexión forzosa a la capital se produjo en 1939, al término de la Guerra Civil. Entre sus muros se guardan cientos de historias y allí están enterrados algunos de los antiguos alcaldes y párrocos de la localidad, señala el historiador Juan Francisco Santana Domínguez.

Orígenes del cementerio

Los orígenes de este cementerio se remontan a mediados del siglo XIX. En aquel entonces, las autoridades municipales decidieron instalar allí el camposanto, en una zona conocida como la Hoya de los Camellos, por haber pastado allí un rebaño de estos animales en tiempos pasados apunta Santana. Entre las cruces que se reparten en el interior del camposanto quedan pocos vestigios de aquellos tiempos; aunque en algunas, con las placas desdibujadas por el tiempo, se distinguen fechas tan lejanas como 1903 o 1914.

Personas que fallecieron hace ya un siglo y cuyas tumbas ya no reciben la visita de sus allegados. "Recuerdos del que fue su amigo íntimo Rafael Pérez", reza uno de los mensajes en la cruz que señala la sepultura de Manuel Tejera Medina, quien murió el 14 de enero de 1914 a los 25 años. La identidad y relación de ambos han quedado ya en el pasado.

En el pasado también ha quedado la figura de Joaquín Apolinario. Su lápida se encuentra extramuros del cementerio, en una esquina junto a la carretera que da acceso a esta zona desde el pueblo de San Lorenzo. Un lugar muy extraño, pues estaría situada fuera de lugar consagrado, tal y como marca la ferviente religiosidad de la época. No obstante, este vecino de la capital falleció el 14 de enero 1863.

Los expertos desconocen los motivos por los que este terrateniente yace allí. Agustín Millares, historiador, señala que este tipo de enterramientos, extramuros de los cementerios, se ajusta con los que recibieron varios conocidos masones en el Archipiélago en dicha época; pero no descarta otros motivos que dieran lugar a esta misteriosa tumba de San Lorenzo. Lo cierto es que Joaquín Apolinario pasó a la historia tras comprar una serie de fincas agrícolas en lo que hoy se conoce como Lomo Apolinario en la primera mitad del siglo XIX, un lugar que bautizó y que pertenecía entonces al extinto municipio y no a la capital, por lo que es lógico que sus restos acabaran en el camposanto de dicho ayuntamiento.

No todo son tumbas de nombres borrados o con las cruces y lápidas deterioradas por el paso del tiempo en este histórico cementerio. Estos días se llena de vida de quienes quieren compartir un rato con sus seres queridos. Junto a su sencilla entrada, que destaca por tener un pórtico rústico en madera de curioso entramado, Encarnación Hernández Santana y Nora González Diepa tienen su particular puesto de flores. El resto del año esta esquina del cementerio luce solitaria, pues hasta allí no acuden muchas personas y, no obstante, sus puertas tan solo abren los sábados y domingos.

La flor estrella estos días es el crisantemo, luego los lirios, explica González Diepa. "Mientras haya de los primeros, lo demás no se lo llevan", detalla. "El resto del año toca disfrutar de la jubilación, ir a la piscina, pasear, estar en la casa", señala; "ahora sí porque abren más tiempo, por la tarde vendrá mucha gente", apunta la florista, quien ha transmitido la profesión a sus hijos, pues regentan estos días hasta tres puestos en el cercano cementerio de San Lázaro, explica.

San Lázaro y San Lorenzo. El primero, inaugurado en 1960 en unas entonces desnudas laderas, es la antítesis del segundo. "Cuando vienes saludas a la gente, esto es muy distinto", apunta María Isabel Benítez García, vecina del casco antiguo de Tamaraceite, como buena parte de quienes se desplazan hasta este desconocido camposanto. Lo cierto es que en los pasillos entre nichos se forman estos días corrillos y la gente comparte anécdotas y recuerdos.

"Venimos siempre cada 15 días, recordarlos no es cosa de un día al año", apunta Priscilla López García, la prima de María Isabel, "aunque somos como hermanas", recalca esta. "Nos vamos turnando para venir", explican, mientras terminan de cortar ramilletes y de lavar con agua los nichos. Es la devoción y el cariño por los difuntos.

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