“La ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles…”. Italo Calvino, en su obra Las ciudades invisibles (1972), ya subrayó el papel que desempeñan las calles, y los nombres elegidos para nominarlas, como reflejo del devenir de las urbes y de sus gentes. De esta forma, también en Las Palmas de Gran Canaria, leyendo los nombres de sus calles podemos trazar los hitos y descubrir a los protagonistas de su historia. Entre estas evidencias históricas, sobre la base de la trascendencia que tuvo para la cultura y la ciencia insulares, una de las más significativas la constituyó, sin duda, la fundación de El Museo Canario en 1879. Su relevancia y trayectoria histórica, así como los hombres y mujeres que han estado vinculados a esta Sociedad Científica, están reflejados sobre el plano de nuestra urbe. ¿Qué mejor opción que callejear por Las Palmas de Gran Canaria para profundizar en su historia? Comenzaremos este recorrido a través de una figura clave, don Gregorio Chil y Naranjo, quien, además, tiene el insólito privilegio de contar con dos vías urbanas en la capital grancanaria dedicadas a reconocer sus méritos y a perpetuar su memoria.

El Paseo de Chil fue bautizado en su honor por haber sido uno de los promotores –junto con Antonio Domenech y Guix y Julián Cirilo Moreno Ramos– de su construcción, que propusieron para que pudieran trabajar en ella y ganarse el sustento los numerosos majoreros y lanzaroteños que arribaban a las costas de Gran Canaria desesperadamente, tratando de escapar de la pobreza extrema que asolaba sus islas.

Para recaudar fondos y contribuir a financiar las obras, no dudaron en organizar en 1875 una marcha callejera de aspecto carnavalero –puesto que los participantes se disfrazaron con ropajes que emulaban a los de los antiguos canarios– y de esa guisa invitaban a los ciudadanos a colaborar en la colecta.

Por otro lado, la calle Doctor Chil, situada en el barrio de Vegueta, se le adjudicó por encontrarse enclavada en ella la casa de su propiedad que constituyó su morada y su despacho médico y que es hoy sede de El Museo Canario. Esta calle es probablemente, de todas las de la ciudad, la que mayor número de denominaciones ha recibido desde que fue trazada, puesto que se llamó anteriormente calle Real, de la Veracruz, de Miguel Jerónimo, Inquisición, Seminario y Colegio.

Siguiendo el orden de la numeración de sus casas, de naciente a poniente, esta vía empieza en la plaza de San Agustín y linda, por la derecha, con Agustín Millares, Reyes Católicos y Reloj, para terminar enlazando con Castillo y la plaza del Espíritu Santo. Por la izquierda se cruza con Alcalde Francisco Hernández González –antes Doctor Pasteur–, Reyes Católicos, Doctor Verneau y Luis Millares.

Por lo tanto, se tropieza su titular, don Gregorio Chil, en su deambular, con viejos conocidos. Con Agustín Millares Torres conforma esquina y no sabemos si continúan mirándose de reojo o manteniendo nuevas polémicas como las que protagonizaron en vida; con René Verneau se ha hecho perpetuo el contacto, continuando así las muchas jornadas que compartieron, y con Luis Millares Cubas se reencuentra después de que este lo sucediera en la dirección de El Museo Canario.

Gregorio Chil y Naranjo (13 de marzo de 1831-4 de julio de 1901) nació en la casa situada en el número 2 de la calle de la Cruz –hoy, Licenciado Calderín– de la ciudad de Telde. Fue el segundo hijo de Juan Chil Morales y de Rosalía Naranjo Cubas y conformaban todos ellos una familia medianamente acomodada.

Cuando llegó el momento de iniciar su formación reglada, fue inscrito en el Seminario Conciliar de Las Palmas, probablemente por sugerencia de su tío Gregorio Chil Morales, clérigo y hombre culto que llegó a ser catedrático de Filosofía y Teología, además de rector de dicha institución.

Al culminar el bachillerato, con 16 años, se inclinó el joven Gregorio Chil por iniciar los estudios de Medicina, empresa nada sencilla en nuestra paupérrima sociedad de mediados del siglo XIX, puesto que solo era posible cursarlos en la península o en algún país extranjero. Es sabido que los pocos canarios que pudieron afrontar tal aventura optaron, mayoritariamente, por estudiar en Francia –preferentemente en París y en Montpellier–, y en la capital francesa fue donde Chil pasó los siguientes nueve años de su vida, hasta alcanzar el doctorado –que hubo de convalidar en Cádiz en 1860– y regresar a su isla, donde ejerció su profesión durante más de cuarenta años.

París marcó la trayectoria del doctor Chil en, al menos, dos sentidos: en primer lugar, porque le proporcionó su formación científica –en medicina, en cirugía y en antropología– permitiéndole asimilar las enseñanzas de los mejores profesores de la época. Y, por otra parte, porque sus años de estancia en la capital francesa coincidieron con acontecimientos sociales y políticos de primera magnitud: Revolución de 1848, II República, II Imperio, que despertaron en él unas inquietudes cívicas y un talante solidario que no lo abandonarían jamás.

Tras su retorno a Gran Canaria combinó su actividad médica e investigadora con su participación en múltiples empresas y foros de carácter cultural o social.

Fruto de su primera dedicación fueron los numerosos artículos y conferencias que publicó y pronunció y que culminaron en la elaboración de la magna obra Estudios históricos, climatológicos y patológicos de las islas Canarias. La redactó en voluminosos tomos –aunque solo vio publicados los tres primeros– y recibió del obispo Urquinaona y Bidot los calificativos de “falsa, impía, escandalosa y herética”.

En los otros aspectos fue director del periódico El Liberal, propietario de la imprenta La Atlántida, socio de mérito y director de la Real Sociedad Económica de Amigos del País y asiduo partícipe de cuanta iniciativa científica o cultural estuviera a su alcance.

En lo que atañe a su vida personal y familiar, Chil y Naranjo contrajo dos matrimonios: el primero con Alejandra Jaques de Mesa Merino, que había enviudado dos veces, y el segundo con Rosenda Suárez Tascón, también viuda, que lo sobrevivió. Con Alejandra procreó una niña, de igual nombre que su madre, que solo vivió entre 1861 y 1862.

Finalmente, por lo que respecta a la Sociedad Científica El Museo Canario, fue uno de sus más entusiastas impulsores y su director durante veintidós años, y al morir en 1901 le legó todo su patrimonio mediante un gesto de tal generosidad que no ha sido igualado 120 años después.