CRÓNICA

El héroe olvidado

Francisco Tomás Morales, último Capitán General de Venezuela, ni tan siquiera cuenta con una calle a su nombre ni una placa donde murió

Inmueble en la esquina entre Reyes Católicos y López Botas, en Vegueta. | J. CASTRO

Inmueble en la esquina entre Reyes Católicos y López Botas, en Vegueta. | J. CASTRO / Fabio García

Fabio García

Hace unos días me topé con un alumno en Vegueta, acababa de ver Napoleón de Ridley Scott y estaba tan deslumbrado por la fulgurante carrera militar del genial corso que llevaba varias horas consultando la red:

-Bonaparte pasó cinco años y medio como teniente segundo –recitó excitado–, un año como teniente, dieciséis meses como capitán, tan solo un trimestre como mayor y casi nada como coronel, de modo que a los veinticuatro ya era general y a los treinta y tres primer cónsul. Es decir, diecisiete años después de abandonar la escuela militar había alcanzado lo más alto.

-Pues yo conozco a otro personaje cuya hoja de servicios fue aún más meteórica que la del gran corso –respondí mientras paseábamos–, empezó como soldado raso en 1804, cinco años después fue ascendido a cabo segundo, tras año y medio a cabo primero y cinco meses más tarde a sargento segundo, graduación en la que únicamente permaneció cuatro meses. Tras ser sargento primero durante catorce meses desempeñó el cargo de subteniente durante apenas dos y el de teniente en doce. Luego ostentó el grado de capitán tan sólo dos meses y veinticuatro días, pues de ahí ascendió a teniente coronel, rango en el que permaneció nada más que quince meses. Fue coronel durante once para ser ascendido a la categoría de brigadier en 1816 y finalmente a la de mariscal de campo en 1821. Es decir, también tardó diecisiete años en llegar a lo más alto, pero tras haber empezado desde mucho más abajo, porque a diferencia de Napoleón no sólo no había ingresado en ninguna academia militar sino que tan siquiera había tenido la oportunidad de adquirir una mínima formación castrense, ya que muy probablemente fuera casi analfabeto.

-¡Un mariscal de campo semianalfabeto!

-No tiene nada de sorprendente, en aquella época lo más común era serlo pues la educación no era un derecho sino un privilegio. No en vano Juan Martín Díez ‘El Empecinado’ no sabía leer ni escribir pese a ser capitán general y Napoleón pudo entrar en la academia militar por pertenecer a la pequeña nobleza.

-¡Es increíble! Supongo que pocos militares habrán conseguido llegar tan alto desde tan bajo en tan poco tiempo. ¿Cómo lo consiguió?

-Demostrando su valor y unas dotes de mando tan excepcionales en el campo de batalla que no sólo se ganó el respeto del enemigo sino su admiración.

-¿Y dónde estudió el arte de la guerra?

-En el frente.

-¡Aprendió logística, táctica, estrategia y todas esas disciplinas tan complicadas que se estudian en las academias miliares mientras luchaba!

-Efectivamente.

-Entonces debió haber sido un superdotado. ¿De quién se trata? –preguntó intrigado–, ¿de uno de esos cosacos que durante la invasión napoleónica ascendieron vertiginosamente por méritos de guerra, de uno de esos húsares que recibieron tantas condecoraciones que no les cabían en sus vistosas pecheras, de algún campesino andaluz convertido de la noche a la mañana en héroe de la lucha contra el francés o de uno de esos aventureros británicos que hicieron fortuna en la India?

-No, de un grancanario, Francisco Tomás Morales, último Capitán General de Venezuela.

-¿Y qué hacía al otro lado del Atlántico?

-Lo que tantos paisanos suyos, buscarse la vida. Al nacer en el seno de una familia de labradores del Carrizal, se vio obligado a trabajar desde muy joven, primero como pulpero y luego como salinero. Así que con sólo quince años decidió a emigrar a la que entonces era nuestra tierra prometida. Y tras dedicarse brevemente al mercadeo comenzó una carrera militar comparable a la de tu admirado emperador.

-Francamente –dijo con tono displicente– no creo que ese chusquero pueda equipararse con Napoleón.

-¿Crees que la guerra de independencia venezolana fue una escaramuza sin importancia? La novena isla fue uno de los territorios donde la lucha alcanzó más ferocidad. El país quedó destrozado, las pérdidas humanas superaron las trescientas mil, es decir, un tercio de la población, fue una auténtica guerra civil. Por eso su actuación al frente del ejército español debe ser calificada de épica, abandonado por la metrópoli cargó con toda la responsabilidad batiéndose casi a diario para resistir los embates del enemigo. Ganó dieciséis de las treinta acciones de guerra que dirigió, en cinco ocasiones luchó contra el mismísimo Simón Bolívar y en dos le ganó obligándolo a emprender la huida, resultó herido tantas veces que lo apodaron El Inmortal.

-Entonces supongo que de vuelta a España sería recibido como un héroe.

-Por supuesto, se le concedió la más preciada condecoración militar, la Gran Cruz Laureada de San Fernando, fue nombrado Capitán General de Canarias, presidente de la Real Audiencia y el rey quiso otorgarle el título de marqués de Casa Morales, que declinó en favor de unos terrenos en la selva de Doramas.

-¿Es que no tuvo descendencia?

-Sí, tenía una hija.

-¿Y no le hacía ilusión saber que se convertiría en marquesa tras su muerte?

-Como todos los grandes hombres estaba por encima de esas zarandajas. Por propia experiencia sabía que lo que realmente ennoblece a una persona no son sus títulos sino sus acciones.

-Según ese razonamiento –respondió desafiante–, Napoleón dejó de ser un gran hombre cuando se proclamó emperador.

-Sin lugar a dudas, por eso cuando Beethoven se enteró de su coronación perdió toda su admiración por él. Verás, lo que realmente convirtió a Francisco Tomás Morales en un noble de verdad no fueron sus acciones sino no haberse dejado encandilar por ellas y continuar siendo aquel muchacho que comenzó pulpeando para posteriormente cargar sacos de sal a lomos de su burro en las salinas del Castillo del Romeral y repartirlos por las mansiones de Vegueta. De hecho cuando regresó a Las Palmas e hizo su entrada triunfal atravesando la calle Triana, engalanada para la ocasión, al doblar hacia Malteses rumbo a la Catedral y llegar a la altura de la ya desaparecida casa de la familia de la Rocha, al ver que todos sus miembros estaban asomados al balcón para saludarle, paró el sequito, bajó de su caballo y levantando la mirada hacia arriba gritó: “¡El salineeeeero!”, como siempre hacía para anunciar su llegada.

-¡Qué hombre más humilde!

-Tanto, que tras ser sustituido en su cargo lo dejó todo para dedicarse de lleno al cultivo de sus nuevas tierras.

-Cambió la espada por el arado y el hacha por la azada.

-Pero no por mucho tiempo, pues como hasta entonces habían sido exclusivamente forestales, fue acusado de estar destruyendo la laurisilva, imputación a la que se unió la de haber cometido excesos durante su mandato, por lo que fue desterrado a la Península un bienio.

-Y como tantos héroes abandonados por la fortuna acabó muriendo en el destierro.

-Afortunadamente no –respondí cuando llegamos al número veinte de la calle Reyes Católicos– falleció el 5 de octubre de 1844 a los sesenta y tres años en esta vetusta casa en la que ni siquiera existe una placa a su nombre. Por eso debemos hacerle el honor de recordarlo como un hombre excepcional, con una hoja de servicios insuperable, digno de figurar entre los canarios más sobresalientes de la historia, pues de haber nacido tres siglos antes hubiera sid’o un Hernán Cortés o un Pizarro y si hubiese luchado en la Península en vez de en América sería el mayor héroe de nuestra guerra de independencia, pero por no haber batallado por la libertad de un pueblo sino contra ella y haber intentado, como Josué en Gabaón, que el sol se detuviera en el imperio donde hasta entonces nunca se ponía, ni tan siquiera cuenta con una calle dedicada a su memoria y si alguien lo nombra la mayoría pensará en su sobrino biznieto, el poeta moyense.

-Bueno, nadie es profeta en su tierra –dijo mi alumno mientras se despedía.

-Especialmente si está rodeada de agua.

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