Sería insensato no apenarse cuando la nube de la corrupción envuelve a un político que parecía lejos de toda sospecha. Es probable que Feijóo este exento de culpas, pero la ingenuidad de los años mozos puede ser, a lo más, una circunstancia atenuante, nunca eximente, de la contaminación por amistades peligrosas. El presidente de la Xunta de Galicia, el menos cuestionado de los barones territoriales del PP, vive ahora el prólogo de su personal vía crucis.

La caza vesánica del adversario que es típica del vicio partitocrático, tratará de pulverizar su imagen hasta hacerle inhábil para la carrera política que parecía alentar, en la que él u otros barajaron opciones sucesorias de Rajoy en la presidencia del partido y, eventualmente, del gobierno. Sus limpias mayorías absolutas en la esfera autonómica daban sentido a las ambiciones mayores. Demostrará quizás que nada inconfesable hubo en su pasada amistad con el narcotraficante que acabó en la cárcel, pero ya está tocado y esto tiene mal arreglo en la enrarecida atmósfera de un estado donde las corrupciones presuntas se hacen más densas y sólidas cuanto más se demoran las resoluciones judiciales. Y de respirar en esa peste aún tenemos para rato. Las viejas instituciones democráticas están demostrando sobre todo su vejez y la vital urgencia de un reajuste con los cambios del mundo, que son descomunales y, en lugar de agilidad, movilizan resistencias contra viento y marea. Las urnas están perdiendo necesidad y contenido. En Italia ya las han burlado una vez con la usurpadora designación digital de Mario Monti (que no sirvió para nada, pues ha dejado el país peor de como lo encontró), y vuelven a burlarlas con la idea del viejo presidente republicano de confiar la crisis a dos "comisiones de sabios". Si bien se mira, esta fórmula es más remota y ancestral que el areópago griego y el senado romano. Giorgio Napolitano vuelve de alguna manera a los consejos de ancianos. Si también le fallan, dimitirá de su alta magistratura elevando rogativas a los dioses del infortunio.

No tiene maldita gracia. Habría que ver y oír a cualquier ciudadano alemán si le quitan un céntimo de euro. En Chipre lo están haciendo por miles de euros, mientras que el más reciente oficinista erigido a la gobernanza europea se permite opinar que esas quitas pueden ser inevitables en otros países. Los tribunales, ya bien saturados, acabarán suplantando a los parlamentos que se arrugan y no legislan como debieran en defensa de lo que hasta ahora insuflaron dogmáticamente al buen ciudadano, que es la virtud social del ahorro. Si un tribunal europeo acabó con los atropellos de la ley hipotecaria española, será ésa la instancia llamada a garantizar el derecho a no ser vilmente saqueados por el gobierno. Las demás instituciones de la soberanía popular ya no funcionan...