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Crítica | Ballet del Gran Teatro de Ginebra

El baile de Tristán e Isolda

El primer problema al que tiene que enfrentarse cualquier adaptación teatral es conseguir reducir el original sin traicionarlo, pero cuando la obra en cuestión resulta ser tan excesiva como Tristán e Isolda, una de las óperas más complejas de la historia, entonces el reto es aún mayor, entre otras cosas porque el drama musical de Wagner dura nada menos que cuatro horas y media.

Evidentemente, para conseguir esta adaptación de menos de noventa minutos que el Ballet del Gran Teatro de Ginebra ha representado en el Cuyás, se han eliminado algunas de las melodías más importantes de la ópera, pero cualquiera que haya visto el original podrá asegurar que el esfuerzo ha valido la pena, ya que la música seleccionada se funde perfectamente con el ballet de una manera tan lograda que incluso ha quedado tiempo para que se le haya añadido un extracto del Wesendonck Lieder wagneriano.

El mérito es, en primer lugar, de Joëlle Bouvier, quien ha creado una coreografía inclasificable, ya que en ocasiones es clásica, neoclásica y contemporánea, pero otro elemento que hace de este Tristán e Isolda una obra tan magnética es su cuidada atmósfera, gracias en gran medida a los claroscuros creados por iluminación de Renaud Lagier y el evocador vestuario de Sophie Hampe, que se unen a una sencilla escenografía, fruto de la más que apropiada elección de Emilie Roy, quien ha tenido el encomiable propósito de sugerir más que mostrar.

De esa manera ha logrado simbolizar una nave y un castillo con tan sólo una escalera de caracol, y un filtro amoroso con algo tan sencillo como una cuerda. Incluso unas planchas de madera forman de repente un bosque, una pared y una estancia; pero sin lugar a dudas el elemento decorativo que otorga una atmósfera más fantástica a la obra son las telas que en movimiento se transforman mágicamente en olas marinas.

En cuanto a los bailarines, estos interpretan con mucha técnica unos movimientos que a pesar de adoptar todas las formas posibles, incluso la de girar acostados sobre el suelo, logran fluir a través del escenario como fuegos fatuos en un mundo onírico.

El resultado es un T ristán e Isolda que se aparta de la ópera homónima para convertirse en una creación independiente que combina sabiamente la partitura wagneriana con unas imágenes de inigualable belleza.

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