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cartas a gregorio

Manuel Ojeda

Las horas vividas

Querido amigo, el sábado pasado por la noche, y como quiera que siempre he sido un noctámbulo empedernido, me cogió el cambio de hora sentado frente al ordenador, y de repente pensé que todo lo que había escrito, visto y leído podría no existir y hasta que yo mismo tendría que haber desaparecido en medio de la nada durante esa hora.

No sé cómo alguien puede tener la autoridad suficiente como para añadir o eliminar una hora de tu propia vida que, además, podría haber sido la última, por lo que se me podría haber pasado la hora de la muerte o que incluso tuviera que volver a morirme de nuevo después de una hora...

Tampoco sé lo que han podido hacer los bancos con mi dinero durante ese tiempo, pero estoy seguro de que algo me han cobrado o me han dejado de abonar.

La cuestión es que todos estos cambios de hora que se hacen en marzo y octubre de cada año se efectúan con nocturnidad y alevosía, cuando podrían haber hecho el cambio de hora a las doce del mediodía y que todo el mundo pudiera sufrir o disfrutar de esa hora según le parezca.

Pero en una hora se pueden hacer muchas otras cosas y se me ocurre, por ejemplo, que cojas un reloj de campana y se lo rompas en la cabeza a tu vecina del piso de arriba para que, además de cargártela, quede constancia de la hora. Pero tiene que ser durante el tiempo en el que todos tenemos que adelantar el reloj una hora.

En el juicio te preguntará el juez que dónde estuviste el domingo de madrugada entre las dos y las tres de la mañana, pero se supone que esa hora no existe legalmente.

Por otra parte, y ya que resulta tan fácil retrasar o adelantar una hora, también podríamos cambiar el tiempo a un siglo menos, y así intentaríamos evitar al Generalísimo Franco y la guerra civil con la que el dictador nos obsequió aportando miles de muertos entre las dos partes de la contienda. Pero, sobre todo, estaríamos a tiempo de impedir la construcción del Valle de los Caídos.

Aunque nunca se pueden asegurar estas cosas porque, como sabemos, el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces en la misma piedra aunque pese mil quinientos kilos, para acabar de nuevo enterrado en una fosa.

Sugiero, Gregorio, que con esto de la memoria histórica y para que no tengamos que cambiar nada ni a nadie de sitio, que el nombre de las calle y de los monumentos públicos no se escriba en piedra sino sobre una placa de quita y pon, para poder así ir cambiándola según estime la autoridad competente.

Pero siempre serán horas que hemos vivido, Gregorio, y es mejor no tentar al diablo porque, como también hemos aprendido, más vale malo conocido que bueno por conocer.

Un abrazo, amigo, y hasta el martes que viene.

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