La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

¿Somos justos?

En cierta ocasión, un director ejecutivo me justificó una situación de explotación de algunos trabajadores de su empresa aduciendo que no podían permitirse pagar horas extras y que las otras empresas del sector compartían la misma práctica. No es que a él le gustase aquel statu quo, pero entendía que la obligación de su cargo

era preocuparse por la supervivencia de la institución. El directivo no era una persona despreocupada por el contenido moral de sus decisiones. Es más, parecía convencido de estar haciendo lo correcto. Según su idea de justicia, estaba obligado a optar por soluciones a largo plazo, que garantizasen tanto la sostenibilidad de la empresa como la de los puestos de trabajo de los empleados. Como muchos de nosotros, se creía un hombre justo. ¿Actuaba realmente con justicia? ¿Cómo saberlo?

En una obra que revolucionó el pensamiento político, Teoría de la justicia (1971), el filósofo norteamericano John Rawls (1921-2002) nos ofreció un poderoso instrumento para encontrar respuesta a situaciones cotidianas y cuestiones como estas. Para Rawls, si rechazamos una teoría cuando no es cierta, por muy elegante que sea, deberíamos hacer lo mismo con una acción o una norma cuando no produzcan justicia, por muy bienintencionadas que sean.

Pero entonces ¿cómo podemos saber cuándo algo es justo? Para descubrirlo, Rawls diseñó un experimento mental conocido como "el velo de la ignorancia": cuando tengamos que deliberar sobre asuntos políticos o sociales, como el caso de no pagar horas extras para garantizar la supervivencia de la empresa, debemos hacerlo desde una situación hipotética en la que ninguno conoceríamos nuestra condición de partida. Bajo el velo de la ignorancia, nadie sabría si es un empleado, un directivo o el dueño de la empresa.

Rawls cree que, cuando discutimos de política, casi nadie busca realmente la justicia: la mayoría defendemos como "justo" lo que en el fondo son nuestros intereses personales, de clase o posición. Si, por ejemplo, yo provengo de una familia rica, lo normal es que considere que es injusto pagar más impuestos que los demás; pero si mis orígenes son humildes, defenderé que lo justo es que paguen más quienes más tienen. Para el filósofo, no puede ser que mi idea de justicia cambie en función de la familia en la que he nacido o la posición que tengo dentro de la empresa. Por eso, para evitar semejante arbitrariedad en el concepto de justicia, deberíamos debatir sobre la cuestión que analizamos sin saber previamente cuál es nuestro rol dentro de la empresa.

El velo de la ignorancia garantiza que lleguemos a acuerdos libres, imparciales y justos. Apliquemos el velo a la argumentación del directivo, a ver qué pasa. Él no tendría ni idea de cuál es su condición de partida. Cuando se levante el velo puede que en la lotería le toque ser un empleado al que se le exige, bajo amenaza de perder su trabajo, echar más horas de las contratadas. Seguro que, bajo el velo, el directivo considerará que lo racional sería proponer medidas que garanticen el cumplimiento de los derechos laborales de todos los trabajadores, no vaya a ser que le toque a él ser el que las necesita. En esto de la justicia parece que la verdad se encuentra antes ocultando que desvelando.

Como afirma el filósofo norteamericano Michael. J. Sandel ( Justicia: ¿hacemos lo que debemos, 2011), preguntarnos si una sociedad es justa es preguntarnos por cómo distribuye las cosas que apreciamos: ingresos y patrimonios, derechos y deberes, poderes y oportunidades, oficios y honores. Aunque resulta fácil determinar que una sociedad justa es la que distribuye esos bienes como es debido, el problema surge cuando nos preguntamos qué es lo que hay que dar y por qué. Si no pensamos cómo queremos vivir y vivimos como pensamos, podemos correr el riesgo de terminar pensando como se vive. En este sentido, la práctica de la filosofía puede arrojar luz a los dilemas con los que debemos enfrentarnos en nuestro día a día y cultivar en nosotros la virtud cívica necesaria para construir juntos una sociedad justa. Nadie nace con las capacidades para ser ciudadano: eso se aprende. Nadie delibera, discierne, juzga, dialoga, negocia, consensúa y argumenta de forma espontánea, sino después de un aprendizaje. Ser un ciudadano conlleva el deber de buscar la justicia no solo cada cuatro años ante una urna, sino, sobre todo, en la vida cotidiana. La responsabilidad no se puede delegar.

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