La Provincia - Diario de Las Palmas

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REFLEXIONES

Obreros de la cultura

Qué les parecería que en un bingo de Las Vegas encontráramos a un individuo apilando libros cerca de una máquina tragaperras? Seguro que les causaría algo de extrañeza, por no decir otra cosa. Pues eso es lo que sentía un servidor cada vez que acudía a los salones del Cicca en la capital grancanaria. Claro está que hablo de tiempos pasados, felizmente en el recuerdo. En estos días, y que uno sepa, porque no es asiduo del lugar, creo que las circunstancias que relataré más abajo ya no son tan habituales. Comenzaré por el principio.

En los años 90, cuando la ciudad emprendía proyectos culturales pocas veces vistos en este punto del Atlántico, la Caja Insular decidió hacer el suyo, dotando a la urbe de una infraestructura más que digna, ya que combinaba estética con utilidad social. Al poco de abrirse las puertas del centro, el eco de las conferencias, exposiciones o actuaciones fue en ascenso. Raro era el mes que no venía a las instalaciones de la Alameda de Colón un personaje de campanillas, dentro del mundo del arte o, propiamente, de la esfera intelectual. Ni que decir tiene que esta era la razón principal para que uno, ávido de conocimientos y experiencias, acudiera con cierta regularidad al reclamo de los anuncios de la entidad. Y lo que vi allí sólo con el tiempo he sido capaz de digerirlo, aunque bien es verdad que todavía estoy bajo los efectos de una saludable perplejidad. En resumida cuenta, si mis estudios sobre el pogre han de salir al encuentro de una fecha determinada, una que, digamos, sea concebida como el inicio, ésta es, sin duda alguna, el segundo lustro de aquella década.

Podría extenderme sobre las representaciones y las instalaciones de los artistas, pero prefiero hacerlo sobre las conferencias y el particular modo en que eran acogidas por un público entregado. Y, de paso, examinar la conducta de los "obreros de la cultura", no porque se autodenominaran así, sino por la indumentaria que exhibían, muy ilustrativa al respecto. Lo tengo grabado a fuego en la memoria y espero que ahora entiendan la pregunta con la que solicitaba su atención en un comienzo. En aquella época, solían compartir butaca con el resto de asistentes algunos individuos que se calaban un casco, de los del sector de la construcción, como la más normal de las cosas. Bien visibles, en primera fila a poder ser, su figura destacaba como la de un bibliotecario en el Caesars Palace de Las Vegas. A partir de entonces, mis reflexiones sobre el fenómeno del progre y su estrecha vinculación con determinados lugares tomaron cuerpo.

El progre, como ya quedó fijado, es un tipo serio, pero informal. Quiere decirse que, tras su pose, existe una justificación, un relato, como ahora se pregona, que aspira a una reivindicación más allá de la apariencia. El casco de los compañeros de asiento no era más que una forma de reconocimiento colectivo, en este caso, de la clase obrera intelectual, un conglomerado de biempensantes al servicio de una causa común. Sin embargo, como todo lo que roza lo patético, por el camino perdía el mensaje y sólo quedaba el efecto. Alguien les tendría que haber hecho un favor a aquellos muchachos recordándoles que el teatro estaba un poco más arriba, justo a la entrada del Cicca.

La sensación de extravagancia y ridículo está asociada al peor de los ejemplares del progre, al que más daño se produce a sí mismo y a las personas que están a su alrededor. Me refiero al dogmático, que, como el sexador de pollos, busca las esencias en lo más oscuro, perdiéndose entre las tinieblas. El sentimiento de grupo, la ausencia de espíritu crítico y la anulación de la inteligencia son una ecuación que en este tipo de individuos son de lo más habitual. La segunda anécdota que les aproximo deja bien a las claras que, ni ante la evidencia en su contra, son capaces de reaccionar.

En una ocasión, el paroxismo progre, similar en algunos puntos a la hecatombe zombi, tuvo al Centro de Iniciativas como foco de manifestación. Estando en una conferencia, impartida por un invitado de reconocido prestigio venido de tierras peninsulares ex profeso, resultó que el ponente había acudido a la cita con una copa de más -y hasta más de dos, si me apuran-, y no se le entendía ni esto, nada en absoluto. La cogorza que llevaba encima debería haber sido la excusa oportuna para que, discretamente, se acortara la intervención del experto. No obstante, se alargó como la peor de las escenas de un vodevil barato. Al término de la tortura, me apresté a comentar lo sucedido y pronto tuve que refugiarme en el silencio. "Qué buena lección", dijo uno, al que le siguió un segundo, "No ha perdido ni un ápice de brillantez". Y hubo un tercero, el "progre zombi" lo califiqué de inmediato, que se atrevió a decir en voz alta: "¡Se le entendía todo! Qué facilidad de argumentación". Si la progresía cede el protagonismo a esta clase de singularidades humanas, uniremos a la intolerancia y la intransigencia la necedad del dogmático que no quiere ver ni lo que está ante sus ojos.

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