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Javier Durán

Reseteando

Javier Durán

Tejido humano

La ciudad que amanece, la más amada por el insomne, tiene rituales que van más allá del camión de basura, del taxi a la espera en el mismo portal o del vecino desinquieto que limpia el cristal de su coche con su paño de microfibra. La unión de todos esos momentos en uno solo da lugar a una cierta seguridad: no ha pasado nada durante la noche, las obligaciones y manías siguen ahí, inalterables. Pasa la chica de las gafas de sol pese a la oscuridad; el repartidor del agua va dejando las cajas de las garrafas frente a las fachadas; el empleado compra su café intragable para llevarlo a la oficina; las dependientas del supermercado dan las últimas caladas a sus cigarrillos; el elevador de la obra se pone en marcha con puntualidad prusiana y el pintor empieza a mover el rodillo; la puerta del garaje emite al abrirse el mismo sonido que hace una década; la máquina para cortar el césped lleva en volandas al operario... Debe ser algo parecido a una parte importante de la vida. El resto va por dentro, en procesión semioculta. Aún no me he encontrado a nadie capaz de suspender este mecanismo tan bien ensamblado y ordenado. Es el tejido humano, una corriente vital donde el sobresalto no es lo habitual. El engranaje puede sufrir alteraciones. Un día desaparece una pieza y no pasa nada. Dos días o tres ya es preocupante. Ello no quita que surja una baja por la que nadie pregunta. Sucede. A veces pasan meses y hasta años. Su descubrimiento expande el miedo: le puede ocurrir a cualquiera. Convertirse en una ambigüedad: está o no está; se quedó o salió; se fue o volvió; nadó y no regresó; entró y no abrió más.

Esto no es un inventario sobre permanencias y ausencias, aunque tiene algo. El señor V forma parte del tejido humano, está siempre a la misma hora en el mismo lugar: un banco de hormigón de la Avenida Marítima donde duerme, se asea la cara con una botella de agua, se cambia de ropa y donde saca todas sus pertenencias para luego doblarlas cuidadosamente e introducirlas en los bolsos que lleva. Finalizada la labor, las coloca en un carro para desplazarse con limitada facilidad de un punto a otro punto de la ciudad, preferentemente a la esquina del periódico, donde se sienta -en el borde del parterre, a lado del buzón- junto a sus pocas pertenencias a oír una radio que ha burlado con creces la obsolescencia programada. A una hora indeterminada de la tarde, antes de que se encienda el alumbrado público, retorno al frente marítimo. Comienza el rito de todos los días: desalojar una vez más sus enseres, si se pueden llamar así, preparar la cama y echarse a dormir. Lo mismo todas las noches. De madrugada, mientras pasan de un lado a otro bicicletas, patinetes y paseantes que inhalan yodo, él se entrega al ejercicio de mostrar la desnudez de su pobreza, que, con toda probabilidad tendrá una explicación de cara a las estadísticas o a las investigaciones sociales. Los entresijos de su precariedad son soportables para el tejido humano. Sobre el maltrecho físico del señor V caen cataratas de acontecimientos diarios (de la UE, del Parlamento, de la Nasa, de la ONU...) que se deslizan sobre su vestimenta para caer, finalmente, en el suelo. Allí, alrededor de su botas hambrientas, forman una especie de piscina artificial a la quiere tirarse desde un trampolín, sobre todo para asearse de arriba a abajo. Cuando mete las piernas está vacía.

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