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REFLEXIÓN

El progre en el mundo

El título iba a ser más largo, lo aclaro desde ahora. En principio, el encabezamiento completo hubiera sido "Cómo reconocer a un progre que disimula", pero las razones periodísticas, las mismas que no hace falta explicar porque se suponen, lo han reducido al que figura finalmente. La primera instrucción sobre el progre, y vuelvo al inicio de la serie, es que es un tipo serio, pero informal. Creo que he aportado suficientes pruebas, tanto de convicción como documentales, para acreditar semejante condición. Hay, sin embargo, un segundo criterio de reconocimiento. Me refiero a un aspecto psicológico, un carácter que, por más que sea el empeño en negarlo o disimularlo, enseguida queda de manifiesto. Este rasgo de la personalidad es que el progre no pregunta, ni siquiera lo intenta, sólo impone su voluntad. Dicho así, en nada se diferenciaría del intolerante, del sectario, y no van desencaminados. El progre, sobre todo el que niega serlo, cumple a rajatabla con el condicionante.

En cualquier reunión social, en cualquier debate o discusión política, incluso en una simple conversación entre desconocidos, el progre no expone, no interpela y mucho menos dialoga; al contrario, predica y sentencia y, luego, espera el aplauso general. Si no lo encuentra, el problema es de la audiencia, de la ignorancia de los que le rodean. Por supuesto, es una forma de despotismo, pero llevado a su extremo, ya que priva al otro la posibilidad de razonar o disentir. El progre se sabe único en argumento, como si estuviera poseído por los dioses, y no admite discusión. Suele mirar por encima del hombro a los demás, a los que considera unos pobres infelices, especialmente si piensan de modo distinto al suyo. La paradoja se presenta cuando el objeto de sus desvelos le pone en su lugar, frente al espejo de la contradicción y la hipocresía.

Existe un filme francés, dirigido por Michel Leclerc, cuyo título no hace justicia al contenido real de la película. Lucha de clases (2019) es un magnífico tour de force del galo por definir el fenómeno progre en el país vecino. Un alarde de humor e imaginación y también un hallazgo del que todavía no se conoce émulo en la cartelera nacional. La joven pareja protagonista, que ansía plasmar en su vida cotidiana los genuinos ideales progresistas, se enfrenta a una sucesión de avatares que hace que prueben el amargor de su propia medicina. Desde el cambio de domicilio hasta la educación del menor de los hijos, atribulado por el ser el único blanco en unas aulas pobladas por niños de múltiples etnias. Todo ocurre en un barrio marginal de París, uno en el que la inmigración es muy superior al número de residentes locales. La situación salta por los aires cuando el padre no entiende que el resto de los chicos no acepte al pequeño Cocó, que le dejen de lado por no creer en Alá o por tener un color de piel diferente al suyo. Porque ese es el meollo de la cuestión, que el progre no alcanza a comprender cómo su superioridad moral no es percibida como tal, que los pobres mortales no estén a su altura intelectual. El progre no se equivoca, no yerra en absoluto, si acaso los demás confunden sus palabras. En suma, el despotismo del que ni pregunta ni escucha, sólo impone.

Juan Francisco Martín del Castillo. Doctor en Historia y Profesor de Filosofía

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