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CARTAS A GREGORIO

Manuel Ojeda

El síndrome de los calcetines

Querido amigo, cuando le cuento a mis hijos los avatares sexuales habidos en mi juventud, piensan que me lo estoy inventando pero no hay nada más cierto, y es que nosotros hemos nacido en la primera mitad del siglo pasado.

De jovenzuelos, solíamos ir a jugar a la casa de María, una niña peninsular muy resabida a cuyos padres habían destinado a Canarias en los años cincuenta. Al padre, que era militar, apenas recuerdo haberlo visto, pero su madre era muy discreta como correspondía a toda esposa de militar.

También tenían a Carmela, una señora mayor que estaba al loro de todo lo que acontecía por allí y que se encargaba del cuidado y la limpieza de aquella casa finca que contaba con varios patios y un bosque de arboleda salvaje.

En medio de todo aquello se encontraba una construcción de tres o cuatro destartaladas habitaciones que en otros tiempos habían servido de estancia para los trabajadores de la finca, y era el lugar ideal para nuestros juegos.

Pero, a medida que fuimos cumpliendo años y como era de esperar, pasamos de jugar al escondite a practicar otras clases de juegos.

Ignacio, que tenía entonces unos catorce años, era el mayor de nosotros, y como quiera que María fuera algo más que despierta, a veces desaparecían los dos, pero todos sabíamos que estaban en la "habitación de los plátanos" donde, en medio de hojas secas y fardos, se revolcaban.

La vieja Carmela se lo imaginaba, aunque nunca conseguía sorprenderlos en la faena. Pero un día vino con un par de calcetines que no correspondían al lugar a preguntarnos de quién eran.

Naturalmente, todos sabíamos que se trataba de los calcetines de Ignacio, que posiblemente había olvidado en una de sus andanzas con María, pero nadie dijo esta boca es mía.

Desde aquel día, cuando Ignacio se despelotaba con María, siempre se dejaba puestos los calcetines, por si oía que alguien se acercaba y poder salir pitando.

Al final, todos fuimos pasando por el lecho de María, y con ella y sus encantos tuvimos nuestras primeras experiencias sexuales.

No sé cómo se iniciarán en el sexo los jóvenes de hoy, Gregorio, pero seguro que lo disfrutarán tanto o más que nosotros, aunque para mí siempre quedará asociado al olor seco de las hojas de platanera y los fardos sobre los que María se tendía desnuda y ardiente.

Algo de clandestino y prohibido tendrá siempre el sexo, porque no hay amor sin misterio ni amantes sin secretos.

Uno de los amigos de esa época quiso una noche darse un homenaje echándose una buena juerga. Luego llegó a su casa de amanecida y se quitó los zapatos intentando no hacer ruido, pero su mujer se despertó, y al verlo con los zapatos en la mano, le preguntó que a donde iba tan temprano? Total, que tuvo que volver a ponérselos e irse a trabajar?

Un abrazo, amigo, y hasta el martes que viene.

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