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En uno de los famosos círculos de la formación, había asamblea multitudinaria. Multitudinaria sólo en apariencia porque siempre tomaban la palabra los mismos. En realidad, era como un espectáculo en el que los protagonistas, poco más de tres o cuatro, se valían de la concurrencia para dar visos de una opinión mayoritaria inexistente. Bien pensado la palabra “círculo” resultaba perfecta para describir el ambiente y la situación. De entre el gentío, alguien levantó la mano con intención de dirigirse a los asistentes. Una vez se le concedió, no sin los aspavientos de los gerifaltes de la ocasión, comenzó por presentarse. Soy fulanito del tal y me preocupa la evolución del partido en España… Así se inició uno de los capítulos de la historia política reciente, quizás, el más surrealista de este país. Tras la presentación, escueta y celebrada por los asamblearios, hizo un meditado alto en la alocución, una parada en cierto modo dramática, si bien le confirió un especial aire de misterio. Confesó que no quería hacer un discurso al uso, que no quería ser un político de los que salen en las tertulias televisivas, porque él, señores, era un espontáneo, un individuo que deseaba probar suerte en el ruedo de los partidos. Por un momento, la audiencia recobró el sentido, iluminándose las caras de los allí presentes, aunque todavía no había llegado a su fin el parlamento del extraño.

Un espontáneo, insistió, que no venía a pedir nada ni tampoco a criticar a nadie en concreto. Sólo probar las armas de la palabra, del argumento social ante unos individuos que, según le habían asegurado, eran inteligentes, en absoluto sectarios y siempre racionales. Se oyeron los primeros aplausos, provenientes del fondo de la sala, y también empezó a manifestarse la desazón de los dirigentes. Uno de ellos lanzó una pregunta que cayó como la peor saeta. “Por favor, ¿qué pretende usted?”. El recién llegado no se inmutó, ni siquiera torció el gesto. Al contrario, exhibió una tranquilidad pasmosa que cautivó aún más, si cabe, a los asistentes, que se dispusieron a escuchar la respuesta. “No tengo ninguna pretensión o ambición en la política, sólo que los compañeros oigan lo que tengo que decirles”. Redoblaron los aplausos y, consiguientemente, la inquietud de los jefes de la asamblea. “Mi idea es que, si este es el partido de los de abajo, se escuche a un miembro del pueblo. De hecho, esta es mi única acreditación, que no soy ni de los de allí ni de los de acá. Mi patria es un lugar tan indeterminado que no figura en ningún mapa”. No había dicho absolutamente nada, pero el eco de sus palabras retumbó en el amplio salón como si hubiera hablado el mismo Winston Churchill fechas antes de la batalla de Inglaterra. Al término de la sesión, el espontáneo gozó de su primer éxito y fue elegido representante de la gerencia del círculo. Días después, acudió a una reunión en la que se ponían sobre la mesa los futuros planteamientos para la nueva etapa política. Se esperaba con inusitada expectación la intervención y, la verdad sea dicha, no defraudó. Volvió a presentarse como un “espontáneo” que no quería más que foguearse con sus iguales y reiteró la idea de que su patria no contaba con una demarcación geográfica. El discurso supo ganarse a los representantes, y antes de que alguien se opusiera, se votó la incorporación del recién llegado a la cúpula morada.

Hoy en día, nuestro hombre está al frente de un país, el nuestro, sin saber cuál es su patria. Cada vez que alza la palabra en el parlamento de la nación, como parte integrante del gobierno de España, sostiene que representa a los de abajo, aunque ya cuenta con una lujosa mansión en el campo, una esposa también ministra y un moño a lo pirata que le recuerda que la política es un mundo de filibusteros. Por las noches, en la intimidad, sigue preguntándose cómo ha llegado hasta allí siendo únicamente un espontáneo.

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