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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

Maradona

No practico ninguna religión, tampoco el fútbol. Porque el fútbol – lo han diagnosticado Verdú o Vázquez Montalbán – es una religión laica. Una religión repleta de iglesias, liturgias y símbolos y que existirá “mientras la gente crea en un club y en unos colores como señales de identidad en una sociedad en que cada vez faltan más referencias”. Huum. Habría que precisar: referencias ligadas a experiencias directas, personales, compartibles y rememorativas de un vulgo municipal y espeso, que diría Rubén Darío. Sin embargo, uno puede rechazar una religión y, en cambio, asombrarse de sus dioses y aun admirarlos, sean Zeus, Afrodita o Maradona. En el caso del jugador argentino la metáfora sociológica se transformó en realidad administrativa: un grupo de seguidores delirantes constituyó y registró a finales del siglo pasado la Iglesia Maradoniana, cuyo padrenuestro no tiene desperdicio:

Diego nuestro que estás en la tierra,

santificada sea tu zurda,

venga a nosotros tu magia,

háganse tus goles recordar,

así en la tierra como en el cielo.

Danos una alegría en este día

y perdona a aquellos periodistas

así como nosotros perdonamos

a la mafia napolitana.

No nos dejes manchar la pelota

y líbranos de Havelange.

Diego.

La excepcional calidad futbolística de Maradona no alcanza a explicar su supervivencia como icono pop internacional. Hace muchísimos años que dejó las canchas y como entrenador siempre resultó calamitoso. Maradona fue un dios primero exaltado y luego asesinado por el sistema corrupto en el que la FIFA havelangista convirtió el fútbol como negocio mediático mundial con su propio código mafioso. Una corrupción que ha alcanzado a todos los países y grandes clubes, incluidos los que los canarios tenemos delante. Hay pibes de barrio capaces de metabolizar la fama ilimitada y el dinero a espuertas, pero son muy pocos, y entre ellos no estuvo Maradona, héroe que debió reinventarse una y otra vez para pagar las deudas de inversiones disparatadas y bacanales cubiertas de nieve. En los últimos veinte y pico años las enfermedades lo castigaron casi sin tregua. Es patético que ahora reproduzcan fotos suyas con Fidel Castro con leyendas oligofrénicas del tipo “siempre recordó sus orígenes”. Para él sus orígenes eran un horror y la vida una escapada cada vez más cuesta arriba, una carrera asfixiante por los caminos de la obsesión, el miedo, la brutalidad y la melancolía, el personaje que quería ser siempre y no quería ser más. Como aquel otro dios, él era su propia zarza ardiendo, pero en la marcha interminable para no caer la llama solo iluminaba a medias su pasado, no su futuro, lo que había sido, no lo que no sabía ser. Su último rostro era el de un anciano agotado, tumefacto, a punto de dormir para siempre. Qué precio tal alto pagó por ser el mejor futbolista del mundo, por triunfar y ser adorado, por ganar millones de dólares y lisonjas. La vida no le perdonó ni un gol.

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