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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

Que nos quiten Netflix

Estaba a punto de escribir sobre la grotesca e hipocritona decisión del ayuntamiento de La Laguna. Ya saben: mandar inspectores de la Gerencia de Urbanismo al antiguo cuartel de Las Canteras, en el que el Ministerio de Defensa realiza obras de rehabilitación para convertirlo en un centro de acogida de migrantes, con el objetivo de advertirles que no tienen licencia de obras y, en consecuencia, paralizar las mismas. Como es obvio que no se trata de un mero trámite administrativo, cabe preguntarse las razones de la decisión del alcalde, Luis Yeray Rodríguez, y del concejal de Urbanismo, Santiago Pérez, quienes gustan presentarse como la versión lagunera de Obi Wan Kenobi y el maestro Yoda. Y movimiento este raro es, joven padawan. Raro, pero comprensible, porque se trata de escenificar desvergonzadamente un sí pero no, un no pero sí. Que no parezca que rechazan la decisión del Gobierno central, pero que tampoco crea nadie que la admiten. Que están dispuestos a que vengan migrantes al municipio de La Laguna, pero que putearán un poquito para que no vengan, no vengan tantos o se retrase su llegada. Que son muy progres y solidarios –y ahí están sus redes sociales para demostrarlo– pero que saben que sus conciudadanos, en fin, quizás no tanto.

Pero este juego de manos se me antoja poco interesante. Ayer en Tenerife se registraron 150 casos nuevos de enfermos por el coronavirus. Como informa Verónica Pavés, la cifra supone un record histórico de toda la serie. Un incremento de un 37% respecto a la semana anterior. Para hablar claro: Tenerife –y a cierta distancia Gran Canaria– parece que se dirige a toda velocidad a una tercera ola que podría alcanzar un pico espeluznante en los primeros días del próximo enero. Alguna vez se podrá contar con algún detalle el catálogo de imbecilidades que estamos cometiendo y que ya no tienen ninguna excusa, del mismo modo que se demandará una comisión de investigación sobre la gestión de la pandemia por el Gobierno central. Ah, esos días maravillosos en los que Simón el Estilita explicaba que la mascarilla ni fú ni fá. Esas fiestas en locales de trabajo en el que toda la plantilla (una veintena de personas, por ejemplo) se quedaba esperando que un par de compañeros llegara con empanadas de carne, jamón ibérico, tortilla y vino, y hasta ponían música y bailaban y cantaban y se reían a mandíbula batiente, joder, si nos conocemos todos. Cuarentones que luego se han marchado a casa a medianoche casi orgullosos de sí mismos: no hemos pisado la calle, no nos aglomeramos en un restaurante y si alguien se fumó un peta fue por compañerismo, nada, diez minutos. Y botellones en las azoteas. Y encuentros casuales (todavía) en los parques. Y fiestitas inocentes, hasta que ha empezado a llover, en los montes de la isla (a un amigo lo invitaron a una copa al aire libre en Las Raíces, una invitación por wasap a medio centenar de personas) para excursionistas sobrevenidos.

Quizás las vacunas están a dos pasos, pero parecemos decididos a ahogarnos, como los migrantes en su desgraciada travesía, cuando ya se divisa claramente la orilla. Pero lo que en el caso de los africanos es una catastrófica mala suerte como final de una cruel odisea a la que le empujan la miseria o la violencia, en el nuestro es simplemente estupidez, debilidad, un hedonismo novelero al que no podemos sustraernos siquiera cuando está en juego la vida de nuestros viejos y viejas y el futuro inmediato de nuestros hijos e hijas. ¿Y el Gobierno, qué hace el Gobierno? ¿Por qué no nos pega unos azotes y nos quita Netflix media hora?

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