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Reseteando

Javier Durán

El desafío

Quizás se trate de un desafío en toda regla, pero qué otra cosa se puede hacer frente a una pandemia que volatiza las pocas neuronas y destruye las menguadas energías de los mayores. Las rutinas se han esfumado, y las noticias que llegan no son nada tranquilizadoras: una esquela, un obituario o el golpe en la puerta de un vecino que avisa de una nueva baja en el frente del coronavirus. Así y todo es necesario separarse de la muerte en vida y echarse a la calle con las bombas pasando por encima de la cabeza, esquivando la sospechas o poniéndose a cubierto frente al corrillo o la multitud. Uno se hace la misma reflexión cada vez que los ve con el rostro cubierto hasta el límite con la mascarilla, renqueantes, arrastrando su taca-taca o hundidos en una silla de ruedas: ¿Cómo se atreven a abandonar sus guaridas, donde resuena sin pausa el sonido de la televisión? Agradecen que los metas en el coche y atravieses unos paisajes que observan entre asombrados y nostálgicos, deleitándose frente a una montaña cubierta de verde o un árbol florecido. Estarán varios días hablando de ello, estremecidos por una sensibilidad rara, surgida bajo sensaciones contradictorias: la oportunidad de saborear lo que es casi imposible y el miedo que provoca la idea de que puede ser la última vez, que a lo mejor no va a existir otra ocasión. En los paseos marítimos hay ancianos que miran fijamente el mar sin pronunciar palabra, serenos frente a lo que el día después puede ser un túnel. En las terrazas hay otros que se aplican de forma vehemente en sacar la esencia a una copa, como si se les fuese la vida en ello. En la desvaídas tertulias que se desperezan con el sol del mediodía, los abuelos y abuelas tejen despedidas y reencuentros marcados por extrañas restricciones: la desgracia está en cualquier esquina. La vuelta a casa con la ciudad sometida a un bombardeo incendiario conlleva tener, sin descanso, el más fino olfato, huyendo y burlando los caminos donde el virus busca su mejor ensalada. Una vez en el salón, de nuevo ante la televisión, las excitantes noticias o las pantojadas -nuevo género inagotable- se suceden una detrás de otra, igual que un parche de morfina que acalla el dolor de los huesos. En la mesa, junto al bolso y el móvil cargado, la mascarilla para mañana, doblada e impoluta para salir de nuevo, un desafío enorme, pero útil para no acabar en silencio total, con la memoria hecha una papilla, consumida entre unos ríos que no van a dar a ningún mar.

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