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Lucas López

Reflexión

Lucas López

A propósito de Adán Martín

Volábamos desde Isla de Santiago. Habíamos firmado la transferencia de la tecnología educativa de la Fundación ECCA a la Radio Educativa de Cabo Verde. Junto a Maricarmen Palmés y yo, de ECCA, viajaban, en representación del Patronato de la Fundación, nuestro presidente Adán Martín y el provincial de los jesuitas Francisco J. Ruiz SJ. Durante el viaje, Adán se sentó entre los dos jesuitas. De conversación interesante se mostró transparente sobre las cuestiones que sacudían nuestra sociedad. “¿Quita vida la Presidencia?”, le planteé. Eludió la pregunta. Era evidente que sentía el gozo de la tarea encomendada. También era consciente de que llegaba al final de su periplo. “Creo que mi principal tarea es hacer crecer a la gente que me ha acompañado estos años”, señaló con esa mirada casi pícara que le caracterizaba por entonces.

Probablemente, otras personas tengan motivos para una visión más crítica que la mía del liderazgo de Adán Martín. Sin embargo, fue una figura inspiradora durante aquellos mis primeros años en la Dirección General de Radio ECCA. Nunca hablé de su religiosidad con el presidente Martín, sin embargo, cuando miro atrás me parece que, de alguna manera, su liderazgo es también una cuestión de espiritualidad. Una espiritualidad que nada tiene que ver con fuga o espiritualismo. Quisiera ahora proyectar una mirada que nos sirva para retratar lo que vivimos con él desde ECCA. Hay un episodio relatado al comienzo de los evangelios sinópticos que muestra algunas claves (insisto, proyectivas) de espiritualidad para el gobierno. Me refiero a las tentaciones que vivió Jesús en el desierto de Judea.

En primer lugar, quien asume la autoridad tiene la tentación de sustituir a la población a la que sirve y aumentar su poder convirtiendo las piedras en pan. Los romanos hablaban de este modo de gobierno con la expresión: “Pan y circo”. Es la manera de sustituir a las personas en su responsabilidad y aletargar la voluntad de una comunidad política. Justificándose en el bien de la gente, el liderazgo asume un rol paternalista e inhabilitante. Al convertir las piedras en pan, al responder a las necesidades reales o creadas de la población con “donativos” o “prebendas”, se seduce a la gente. Se compran voluntades y se adormece el sentido crítico de las poblaciones. Se trata de un liderazgo que incapacita para el ejercicio responsable de la ciudadanía. La espiritualidad exige aquí un discernimiento claro: cuál es el servicio que el Gobierno debe dar a la ciudadanía y cuándo sencillamente compra a la población incapacitándola para un ejercicio de ciudadanía responsable.

La velocidad de los tiempos modernos facilita un fanatismo de lo resolutivo, lo comunicativo y lo superficial, tendente al brillo y al espectáculo. Así, que, en segundo lugar, quienes lideran tienden a subirse al alero del templo, reclamar el protagonismo y hacer saltar a sus seguidores a la espera de que los ángeles lo sostengan. Supone una autoconfianza indebida que no asume la propia responsabilidad sobre las consecuencias de los propios actos. Es una fuga hacia adelante. Eso que llamamos política desacomplejada, con notorio exhibicionismo alentado por muchos aplausos y no pocos silencios, suele, tras el espectáculo, conllevar el reparto del sufrimiento. Sin embargo, la espiritualidad del gobernante le lleva a un análisis más profundo y un afán menos protagónico que no lo lleva al pináculo del templo.

En tercer lugar, el poder político sabe que el respeto a las normas y a la ética difícilmente satisface ambiciones desmedidas. Sienten desde su cúspide que “si te postras y me adoras te daré todo lo que ves”. No empezamos postrados. Sin embargo, la corrupción se instala en pequeños procedimientos que acaban arrastrando a personas y organizaciones en una pendiente creciente donde las corruptelas se suceden con el único objetivo de alcanzar más poder para satisfacer la codicia y la soberbia. La espiritualidad nos capacita para aceptar los límites del poder, límites fácticos pero también éticos. Sólo así se evitarán esas corruptelas que, aparentemente, no hacen daño a nadie y acaban abriendo los caminos de una profunda corrupción que deteriora a las instituciones y disuelve la confianza en una ciudadanía responsable.

Las tentaciones del desierto conllevan la sustitución de la ciudadanía mediante atajos que corrompen las instituciones. Se pierde el horizonte de la misión de servicio que tiene toda autoridad. El propio poder deja de ser medio y se configura como único fin del liderazgo.

Han pasado diez años desde que falleciera el presidente Adán. En sus funciones como presidente del Patronato de la Fundación nunca aprovechó nuestro “púlpito” para dar el espectáculo y reivindicar protagonismo; ciertamente, no hizo promesas que no cumpliera y tampoco nos ofrecía soluciones facilonas que no implicaran el compromiso de los equipos de la Casa; finalmente, desde Adán Martín jamás nos llegó insinuación alguna que pudiera implicar algún tipo de corruptela.

Volví a encontrarme con Adán Martín, ya jubilado de su puesto, paseando por la Plaza del Adelantado, en La Laguna. Él venía de una comida con amigos. Preguntó por ECCA con el interés de siempre. La enfermedad mostraba signos en su rostro, pero no perdía la sonrisa. Me pidió el teléfono. “Verás, desde que no tengo secretaria, ando un poco perdido”, me confesó mientras tomábamos un café. Una década tras su fallecimiento, Adán Martín se muestra como un líder que, desde su puesto en la Presidencia del Gobierno y de Radio ECCA, nos hizo crecer.

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