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Lucas López

Primera plana

Lucas López

Migraciones, propuestas político-sociales

En reflexión ya publicada, observábamos cómo la temática de la identidad y de la dignidad tienen una respuesta antropológica, el mestizaje y los derechos humanos. Esa propuesta, además, tiene una validación desde la teología cristiana: la memoria del mensaje recibido de Jesucristo nos lleva a promover la igual dignidad de toda la familia humana, hijas e hijos del mismo Dios, sea cual sea su origen, cultura o religión. Apuntábamos también que esa parte de la respuesta de la Unión Europea, apuntalada sobre la externalización de la frontera (pagando a los Estados que frenan a los emigrantes antes de llegar a nuestro país) y la retención en frontera (impidiendo que quienes llegan puedan fluir por el espacio Schengen), no consigue ninguno de los tres objetivos de la teología política: nuestra memoria de liberación, la construcción de una narración esperanzada y la asignación eficaz y eficiente de recursos en la mejora de las condiciones de vida de todas las personas de una sociedad. Por el contrario, el hecho migratorio actual y nuestra respuesta están abocando una narrativa que no parece presuponer la dignidad de las personas y quizá alienta la desesperanza, la xenofobia y el desencuentro. Damos un paso hoy proponiendo la relectura del trabajo de Daniel Izuzquiza SJ.

En septiembre de 2010, en la colección de cuadernos de Cristianismo y Justicia aparecía Partir el pan: notas para una teología política de las migraciones. Llevaba la firma de Daniel Izuzquiza SJ. Como frontispicio de su reflexión, Izuzquiza señalaba: “Veinte años después de la caída del muro de Berlín, otros muros han pasado a formar parte de nuestra vida cotidiana. Muros como, por ejemplo, la doble alambrada que separa la ciudad de Ceuta y el territorio marroquí. Otros muros son quizá más sutiles, pero no por ello menos sangrantes, porque nos atraviesan por dentro y van tomando posesión de nuestra propia vida. Son los muros que separan a ‘los otros’ de ‘nosotros.” Desde entonces, los muros en torno a Israel o el impresionante muro que separa EE UU respecto a México, han ido afirmando esa tendencia. Quizás desde que Joe Biden, con el acompañamiento oracional del jesuita Leo O’Donovan SJ, prestara su juramento como presidente de los EE UU, podamos empezar a ser testigos de cómo se dejan de construir los muros físicos. Sin embargo, las brechas y los muros sociales tienen la dinámica lenta y trabajosa de los cambios culturales.

Izuzquiza plantea su teología de las migraciones con el convencimiento de que “se trata de construir un marco de convivencia en el que todos, migrantes y autóctonos, vean reconocidos sus derechos y puedan ejercerlos con normalidad”. Por supuesto, este planteamiento tiene consecuencias para el modo en el que las Administraciones Públicas abordan la realidad migrante. Izuzquiza señala estos elementos: a) una actuación incluyente que responsabilice a todos los actores sociales y a toda la ciudadanía, sea ésta de origen migrante o autóctona, b) un asociacionismo fuerte, que recoja la diversidad y combata la desigualdad, de cara a la tarea que juntos tenemos por delante, c) la mediación intercultural como instrumento para “contribuir a favorecer espacios cotidianos de convivencia plural y entrecruzada”, d) una escuela verdaderamente inclusiva, que “debe ir de la mano de la lucha contra la segregación educativa que, desgraciadamente, parece ganar terreno en nuestros contextos” y, finalmente, e) un enfoque psicosocial de la integración que vaya más allá de lo jurídico, lo político y lo económico, también necesario.

El trabajo de Izuzquiza no contempla una política encaminada a poner trabas a las personas que migran. Los resultados de este tipo de políticas aplicados en los EE UU y Europa en los últimos años no impiden los movimientos migratorios mientras crecen las mafias y las muertes. Partiendo de la teología, Izuzquiza analiza la injusticia internacional que está detrás del fenómeno migratorio; nos muestra los factores de expulsión que ponen a la gente en marcha y aquellos de atracción que nuestras sociedades generan porque necesitan a la mano de obra migrante. Izuzquiza nos recuerda esos trabajos penosos o mal pagados que nuestra ciudadanía no es capaz de asumir y señala cómo generamos una discriminación laboral estructural que se refuerza con las medidas de discriminación institucional establecidas en las políticas de extranjerías y derechos ciudadanos.

Mientras estaban en la fila de un comedor de Cáritas, un grupo de muchachos fue increpado por otros jóvenes. Todos de edad temprana y todos pobres. Unos viven en los barrios de Las Palmas de Gran Canaria desde hace años. Probablemente nacieron allí. Los otros vieron la luz en los pueblos y ciudades del África cercana. Presionados por la situación de empobrecimiento o de violencia con la que conviven, recorren rutas peligrosas y atraviesan el Atlántico hasta nuestras islas. La mayoría de las personas y familias que migran cargan un verdadero drama: la violencia, el empobrecimiento, el hambre, las mafias, la opresión, la guerra. Sin embargo, son portadores de una esperanza: una vida mejor en una tierra diferente en la que vivir y trabajar con una nueva comunidad. Y esa es la vida de la inmensa mayoría de quienes llegan a nuestra tierra. Sin embargo, parece que nuestras ciudades están siendo escenario de violencias y comportamientos incívicos que las redes sociales convierten en espectáculo y alientan actitudes xenófobas por parte de personas que vuelcan ahí su desaliento y su rabia. Todo esto es complejo y deja en evidencia que nuestra gestión de las políticas migratorias no está teniendo el éxito que, sin duda, desearíamos. Quizás podamos encontrar, en la relectura de la publicación de Izuzquiza una pista para un modo nuevo más eficiente y eficaz de acompañar el hecho migratorio.

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