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Javier Durán

Reseteando

Javier Durán

La decadencia

La muerte de Felipe de Edimburgo ha sido crepuscular, entre el fin de una era de castillos encantados y la conciencia de que la institución monárquica se desmorona por sus anacronismos. Los obituarios sobre este hombre de segunda fila, inteligente consorte, muestran de forma descarnada el drama de estos seres para sobrevivir frente al porvenir de la ciudadanía, eje, por otra parte, del pueblo revolucionario que llevó a la guillotina a María Antonieta. Cae como una bomba que el príncipe pase al inventario aristocrático por su sacrificio por apoyar sin desmayo a Isabel II, una vida de entrega que algunos quieren igualar a la de un monje trapense. La socialización de esta monarquía a través de la serie televisiva The Crown ya puso en evidencia que su vida era de todo, menos sufrir carencias materiales o espirituales imposibles de poseer, aunque sólo fuese entrando y saliendo con un descapotable a la hora que le viniese en gana. Todo quedaría bañado en barniz con el cumplimiento de la agenda, esa palabra meteórica que hace que la actividad fluya en palacio, pese a que no ocurre nada, o más bien pretenden hacer creer que pasan montón de cosas por el grosor de los compromisos. Felipe de Edimburgo, dado su cumplimiento, vendría a ser un verdadero transformador del mundo, puesto que pasó la mayor parte de su vida ahogado entre citas, besamanos, inauguraciones y francachelas con los de su estirpe. Hay que reconocer que su recogimiento bajo las faldas de la Reina ha transmutado al príncipe de Maquiavelo, en el sentido que las cualidades egregias que le atribuía el florentino al mismo la aplicó el de Buckingham en resolver los líos de entretelas. Su condición de outsider frente al poder de su esposa le permitió dedicarse a intrigas como la de los cuernos de Carlos a Lady Di a través de una relación epistolar entre dos inadaptados bajo los techos de la corona británica. Como informador y desinformador de estos asuntos hizo grandes servicios a Isabel II, que a buen seguro hubiesen sido también satisfactorios con la rebeldía de su nieto Enrique, pero los años no perdonan. Pero como en todas las cosas que llevan siglos y siglos sobre el planeta tierra, el meollo está en ver hasta cuándo durará este reducto del antiguo régimen. Una reflexión, por otra parte, válida también para monarquías como la española. Y la clave está en hasta qué punto podrán contentar las demandas política y civiles a favor de una mayor transparencia y un menor boato. ¿Existe este tipo de monarquía? ¿Es posible? Felipe de Edimburgo ya es el pasado, una reminiscencia que acaba de apagarse, igual que lo será el defenestrado Juan Carlos I cuando le llegue su momento biológico y haya que glosar su contradictorio paso por este mundo. ¿Son suficientes las cesiones de carácter político? No hay nada más perturbador que ver la esmerada formación que recibe la heredera Leonor para reinar en una fecha desconocida, dando por hecho que el poder por la transmisión sanguínea se va a mantener más allá de los tiempos, ajeno a cualquier hecatombe social, económica o personal. Las circunstancias de cada monarquía impiden un modelo único. Pero la imagen absurda de un príncipe que ha sido toda su vida el camarero de su esposa y la de un nieto que se exilia y saca a relucir los trapos sucios de la familia constituye, en cierta manera, el paradigma de una decadencia imparable. Algo que no es equivalente a insuperable, como no lo fue a efectos del matrimonio que las dos hermanas de Felipe de Edimburgo estuviesen casadas con jerarcas nazis. Ni tampoco lo tiene que ser la vida opaca del rey emérito en las finanzas. Los monarcas dependen finalmente de sus pueblos soberanos.

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