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Joaquín Rábago

Papel vegetal

Joaquín Rábago

¡Quitémonos las caretas!

Sí, ¡quitémonos las caretas y comencemos a llamar a las cosas por su nombre!

No sigamos refiriéndonos- uno reconoce también haberlo hecho- a lo que sucede en el antiguo mandato británico de Oriente Medio como el “conflicto palestino-israelí”.

El lenguaje influye siempre en nuestra percepción de la realidad, crea incluso realidad.

¿Puede calificarse de “conflicto” la totalmente desigual relación entre ocupante y ocupado: entre un Estado con derecho, como cualquier otro, a defenderse y un pueblo al que ni siquiera se le concede el derecho a serlo: un “no pueblo”?

Ni puede culparse únicamente al actual y supuestamente corrupto primer ministro, Benjamin Netanyahu, y a sus fanáticos socios ultraortodoxos lo que es en realidad un sistema, una práctica sistemática desde la creación misma del Estado judío.

Un Estado con capacidad nuclear que emplea su fuerza militar para, en el mejor estilo neocolonial y en flagrante incumplimiento de numerosas resoluciones de la ONU, seguir ocupando tierras que no le pertenecen donde establecer a sus colonos.

Exactamente como en el Viejo Oeste americano los colonos llegados de Europa se apropiaban a punta de fusil de las tierras ancestrales de los que allí vivían.

Un Estado que emplea bombas, drones y misiles para, con el argumento de que allí operan también terroristas, demoler sin piedad bloques de viviendas, destruir infraestructuras, atacar en algún caso incluso hospitales o centros de la ONU y llevar a cabo asesinatos selectivos.

Y que ve en quienes llevan ya siglos en esas tierras sólo un obstáculo para su expansión continuada y la consecución de un sueño colectivo: un gran Israel que abarque el territorio del antiguo mandato británico de Palestina.

Sí, ¡llamemos a las cosas por su nombre y dejemos de calificar también de “democracia” a un sistema en cuyo territorio existen ciudadanos de dos clases!

Están los que, en su condición privilegiada de judíos, gozan de todos los derechos, y otros, que en muchos casos no merecen sino el mero reconocimiento de “residentes” a quienes todo lo más se tolera.

Después del último alto el fuego entre Israel y Gaza, el presidente de EEUU, Joe Biden, se ha referido al derecho de los palestinos a su propio Estado como única solución.

Habría otra: la de un Estado único donde vivieran en difícil armonía ambas comunidades – la judía y la palestina-, pero eso significaría el fin de la actual política de apartheid, algo a lo que Israel, aunque sólo fuese por la demografía, no parece dispuesto.

Si la única solución viable es pues la creación siempre prometida y nunca cumplida de un nuevo Estado palestino, sólo Washington podría forzar a Israel a ese reconocimiento.

El problema es si existe realmente tal voluntad, si no son además ya demasiados los hechos consumados como para que resulte viable y si sólo se trata de seguir ganando tiempo mientras continúa la ocupación.

Es cierto que con lo sucedido en Gaza, los palestinos de Israel y la Cisjordania ocupada parecen haber perdido de pronto el miedo a solidarizarse con sus hermanos de la franja y ha surgido un sentimiento de unidad frente al opresor común.

Pero ¿será eso también suficiente para mantener viva la llama de su reivindicación nacional?

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