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Lamberto Wägner

Tropezones

Lamberto Wägner

La música y yo

En mi entorno familiar más próximo me reprochan que en esta columna aborde temas demasiado íntimos. Hasta cierto punto he de darles la razón, pues verter experiencias propias y entrañables, a modo de memorias por entregas puede constituir una suerte de catarsis muy gratificante, si bien a veces indiscreta. Que me perdone pues mi familia (el perdón de mis presuntos lectores ya lo doy por misericordiosamente otorgado) si hoy les inflijo el cómo vivo yo la música. De pequeño y de joven en mi casa de Barcelona no se cultivaba la música, sino más bien las artes plásticas. Mi madre pintaba, digamos que en plan serio y estilo académico, asistiendo incluso a clases en la Escuela de Bellas Artes, y mi padre enfocaba su interés por la pintura simultaneando la adquisición ecléctica de obras contemporáneas con tablas de siglos pasados. Por ello, cuando me tocó trasladarme a Suecia para iniciar mis estudios universitarios, sufría un sensible déficit de formación musical. Pero no era insensible al mismo ni a lo que me podía estar perdiendo, al ver a muchos de mis compañeros volcados en el disfrute de las melodías del momento o de los grandes clásicos. Por lo que me propuse corregir mi rudimentaria formación clásica; por entonces no existían las redes, pero sí un fácil acceso a los clásicos a través de instituciones musicales cuyo objeto era el de fomentar la cultura popular. Y así poco a poco, abordando las pegadizas danzas húngaras de Listz, las asequibles serenatas de Mozart, el cansino bolero de Ravel y la épica romántica de Beethoven, con los siempre presentes «clásicos populares», fui formando paulatinamente mi bagaje, grabando en mi magnetófono lo que luego escuchaba como música de fondo para aliviar las arduas horas empollando mi carrera de ingeniero. Todo ello sin descuidar por supuesto las melodías a las que no podía sustraerme, por estar de moda entonces: las canciones de Georges Brassens, las baladas del Kingston Trio etc. Y como no podía ser de otro modo, me fui aficionando a la gran música, y empecé a ir a conciertos, con carné de estudiante un acceso promocionado y asequible. Y hasta me atreví con la ópera, magnífica en Estocolmo, con unas posibilidades inéditas, como la de copar todas las localidades de un palco entero, y compartirlo privada y exclusivamente con alguna cita, melómana o no. (Privilegio que por cierto también se daba en el Liceo de Barcelona, encima con el disfrute de un confortable y privadísimo antepalco, tan selecto como prohibitivo, claro). Y como supongo que también fatalmente, me tentó la posibilidad de colaborar más activamente en el mundo musical, y me compré una guitarra. Pero mi faceta de partícipe no tuvo continuidad. En vez de utilizar el instrumento a modo de herramienta social en guateques y reuniones, quise tomar clases, con profesor y pentagramas. Y pronto me cansé, arrumbando la guitarra, hasta que muchos años más tarde se la pasé a una de mis hijas.

Aunque he de confesar que hubo un nuevo conato de intrusión en el universo de la musa Euterpe. A mi regreso a España, y ya asentado en Canarias, me decidí a instalar un piano en el sótano de mi casa. Lo adquirí por un anuncio en el periódico y tras unos años en los que el trabajo no me permitió maltratarlo, cuando me dispuse a ello descubrí que estaba podrido de carcoma, teniendo que descuartizarlo, para sacarlo a trozos por la ventana.

Desenlace que me he tomado muy en serio, como obvio y disuasorio «mensaje en la pared».

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