La Provincia - Diario de Las Palmas

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Viaje al interior

Confieso que he pecado

Todo en esta vida nos viene de vuelta. Los besos, los abrazos, la gratitud, el perdón, los favores, los arrepentimientos verdaderos, las risas sinceras, la verdad, la humildad, la sencillez, los te quiero… Pero también las mentiras, los exabruptos, los silencios huecos, las bofetadas verbales, los desgastes mentales... Ese reverso librecambista vital es inevitable sea cual sea nuestra velocidad, porque para los acristalados espejos del alma no hay pliegues temporales ni olvidos que valgan. Aunque no lo queramos, nuestros pensamientos, obras y omisiones siempre nos vuelven. Son un boomerang que nos regresa al punto de partida como un pago merecido o como una devolución intencionada. Especialmente y sobre todo aquellas acciones que tienen origen en sentimientos incubados en el desamor más doliente, aquellas ejecuciones que nadan desnudas y a escondidas en hábitos de pasión cancerígena como los que irradian la envidia, la avaricia, la soberbia o la ira. Éstas siempre terminan convirtiéndose en cicatrices vivibles y visibles que se tatúan en la carne del corazón, en los riegos del huerto cerebral y sobre todo en el alma sentida como amargas explosiones de dolor. Un dolor tan amargo, tan exagerado y doliente como una mala y maldita resaca de una noche templada en deseos y en vidrios sin agua con sabor a besos venenosos de limón y sal, o como la desabrida comida solitaria y triste de los hospitales. Yo confieso literalmente que he pecado. Como muchas, muchos y muches integrantes de las muchedumbres pendencieras que nos alarman en los coletazos desenmascarados de esta pandemia festiva de arrabal sanitario, yo fui un joven muy joven. Fui un alocado e irresponsable ente dependiente que se paseó por la vida con infatigable desorientación; que vivió los días y las noches como si no hubiese un mañana; que sintiéndose perenne, vigoroso, rebelde, ajeno a la realidad, disfrutó premeditadamente incauto como el rey del mambo, desatendiendo el orden cívico necesario para la salud de la convivencia social. Hoy, mirándome hacia adentro, examinando con la lupa de la edad lo que fui y lo que soy, las lesiones y las lecciones de la experiencia vital me confirman que los egos personales se descapitalizan hasta la absoluta bancarrota sin la participación próxima, fraternal, respetuosa e inclusiva con los otros, las otras y los otres, y la escucha profunda de sus respectivos ecos y susurros. Ahora que envejezco en la esperanza, entiendo y creo firmemente que para ser meridianamente felices, individual y colectivamente, nuestro comportamiento en comunidad debiera autoexigirse ejemplar, comedido, amable y cortés, mucho más riguroso y menos ruidoso sean cuales sean nuestras creencias, ideologías, orientación sexual y, por supuesto, edad. No cabe otra educación. Es la fórmula acertada para que en la coctelera de nuestros anhelos personales se alambique el mejor y más sabroso soplo de vida existencialmente sana. Brindar con otra copa es restarle credibilidad a nuestro sentido.

P.D.- Como ayer, en esta urbanidad burocratizada en códigos de barras y vicios teloneros, coincido con quienes comparten que las vacunas más necesarias siguen siendo ante todo, y por encima de cualquier apetito primaveral, la del amor y el respeto. Las otras son ficticias, hojarasca otoñal que vuela y pudre sin enriquecer el suelo.

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