La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Reflexión

Síncopes pandémicos

Lo que está ocurriendo en nuestras sociedades actuales venía de mucho antes de la pandemia: que el capitalismo es una forma de organización moral donde prima el individualismo, el egoísmo y el egocentrismo que dificulta ponerse en el lugar del otro. Todo esto supone el caldo de cultivo del narcisismo, que, entre otras cosas, ha producido la actitud inmoral de considerar sobrantes otras vidas humanas. Porque, ¿cuándo fue la vida una sucesión de oportunidades y si te perdías una no tardaba en llegar la siguiente? Responder a esta pregunta requiere conocer la dinámica de los cambios sociales desde la década de 1980 con la privatización progresiva de casi todo por las manos obrantes del thatcherismo y del reaganismo: del tiempo libre para el consumo, de la privatización de los recursos sanitarios y sociales, cuando el número de los sin techo se duplicó en Inglaterra y Estados Unidos, algo que Margaret Thatcher calificó de natural, por aquello del ideario de libre competencia «de que quien es pobre es porque no quiere dejar de serlo», o la perla de que el problema no es la existencia de clases sociales, sino la conciencia de clase.

En fin, que, en este caldo de cultivo, decía y digo, muchos han llegado a creer que la felicidad es tener y acumular bienes y dinero, que todos tenemos las mismas oportunidades si nos esforzamos lo suficiente, que el mundo es justo porque da a cada uno lo que se merece si tiene suficiente ambición e iniciativa para luchar en el circo de gladiadores en que se ha convertido la vida bajo el mantra de la libre competencia. Claro que los que han tenido éxito en este mundo gladiatorio creen que el darwinismo social es bueno para la salud de una sociedad cuando, dice mi doctora de atención primaria, la ansiedad y otros síntomas psicosomáticos han subido como la espuma a consecuencia de la sociedad gladiatoria a la que sus pacientes se enfrentan todos los días. A lo que hay que sumar que la pandemia ha sido una prueba que nos ha enseñado de dónde venimos realmente. Venimos de un proceso histórico de desestabilización y debilitamiento de la cohesión social, donde primero se dispara y después se pregunta, creando el caldo de cultivo propicio para depresiones y enfermedades mentales, reiteradamente denunciado por los informes de organismos oficiales y la investigación universitaria.

El aumento mundial del consumo de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes visibiliza el torcido egotismo del uso del poder de unos seres humanos sobre otros seres humanos. Es un aumento lento pero imparable desde 1980 hasta la actualidad, proyectado por los fastuosos ricos de Dallas, Dinastía o Falcon Crest como modelos de aspiración y lenitivos del malestar colectivo. No se olvide que en la España donde siempre todo va bien, durante tantos años de prosperidad del ladrillo al redoble del tambor del mesianismo delirante del aznarismo, del banco de España y del zapaterismo, España es el mayor consumidor mundial de tranquilizantes. Si ya recibían enfermos enfermados los médicos de atención primaria, no quiero ni pensar en lo canutas que lo estarán pasando ahora con la pandemia. La ansiedad flotante no se cura con pastillas sino con buenas políticas sociales, políticas educativas y un cambio de mentalidad ética para reconocer que el origen del mal no es la manzana de Eva. Si de toda esta jeringonza quieren un ejemplo claro, o sea, una causa primaria de la creación de desamparados que no consiguieron vivir ni en el desván de Falcon Crest, fue la expulsión de los pobres del mercado de la vivienda, primero, hasta que llegaron después los desahucios. España made in España.

Más que oportunidades, como algunos vaticinan porque no han mirado de dónde venimos, la pandemia ha sido un acelerador de problemas sociales y psíquicos. Hay menos empleo, no solo por el que se ha perdido con la pandemia, sino el que ya había era de una precariedad insultante, afectando sobre todo a las generaciones futuras. La vida acelerada de las urbes que, actualmente, ha hecho emigrar a mucha gente a zonas más aisladas y rurales es otro síntoma, en este caso, del miedo del que nos hace huir del prójimo, de la proximidad, lo que se suma a la tendencia cultural de relaciones personales más efímeras, más laxas en cuanto a la construcción de vínculos emocionales que requieren más tiempo. Por todo esto, la soledad aumenta, convirtiéndose en un problema social de primera magnitud según los estudios más recientes realizados en España. Si a todo esto añadimos las soledades que se han reforzado con los confinamientos, más las nuevas soledades, terribles, de morir solos, sin el contacto de una mano de despedida, sobre todo a ancianos, me sorprende la vitalidad de los políticos que producen más ruido que soluciones, dando lugar a la «soledad democrática» de los españoles.

La «soledad democrática» del desamparo que nos devora, está nutriendo que en España suban los votantes de la extrema derecha populista. El populismo de derechas siempre ha operado emocionalmente, tirando su anzuelo para pescar a gente descontenta y desesperanzada, y, como saben, a río revuelto ganancia de pescadores. Podemos verlo reflejado ahora, en pleno síncope pandémico a la española, en los ejemplos de Madrid y Cataluña, donde la ultraderecha populista ha subido muchos votos. Al son de las emociones populistas, la política en España se rehízo en dos minutos gracias a este síncope de la pandemia. La cura a este síncope agudo es aplicar la medicina del pasado. De esto sabe mucho la derecha española, a poco que tengamos más memoria histórica de la que nos quieren permitir. Los alemanes arreglaron cuentas con su pasado, los españoles no tienen nada que arreglar porque han hecho como si no tuvieran pasado.

El mito del pasado es una de las ideas sublimes de la derecha y más de la ultraderecha. En el pasado, que es la ficción política de todas las derechas, descansa también su capacidad retórica para prometer superar la contradicción básica entre orden (pasado) y desorden (presente). La posibilidad de superar esta contradicción entre orden y desorden estimula engañosamente la libido emancipadora del precariado obrero, del ama de casa y trabajadora, del joven desafiliado de cualquier promesa de futuro, etcétera. Las derechas siempre pretenden aplicar esta máxima cuando los desórdenes representados en los diferentes espacios sociales (coronavirus, paro, delitos, políticas educativas, reformas laborales, inmigración ilegal...) se intentan superar mediante medidas rescatadas del pasado predemocrático y la simbología de políticas emocionales como la patria, la sexualidad normativa, la familia cristiana, España para los españoles, el antifeminismo, el cabreo constante contra el gobierno que sea porque son ellos los verdaderos representantes del pueblo enojado, la vuelta a la formación del espíritu nacional como en Murcia, el pin parental, etc.

Si el síncope es pérdida súbita y temporal de la conciencia, el síncope pandémico es pérdida intemporal de la conciencia histórica, que ya en España progresa como un delirio colectivo sin más medicina que el populismo elegido por la gente descontenta que, mano en el pecho y otra alzada cara al sol, pregona las virtudes de la vuelta al autoritarismo, y de los sedantes por si acaso. Solo falta que nos curen la ceguera al movimiento de la historia y vitamina moral para saber reaccionar.

Compartir el artículo

stats