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Cartas a Gregorio

Confesiones de una masajista

Querido amigo: Era una tarde noche del mes de agosto a esas horas donde ya los tíos calavera han estado de picos pardos sin conseguir nada, y pensando que, después de perder el tiempo entre aperitivos y cenas, cualquier cucaracha es caza mayor…

Pasan, entonces, al turno de pago, después de sopesar el desgaste que suponen los bares de copas a una edad inapropiada. Una alternativa fácil y bastante más económica de satisfacer esas necesidades primitivas de forma práctica y sin ulteriores compromisos.

A mediados de los ochenta, y después de unas graves complicaciones familiares, tuve una época díscola que venía a cuenta, seguramente, como contrapartida de aquellos tiempos difíciles, y recuerdo que tenía una amiga con la que no paraba de salir de juerga.

Tanto era así que hasta salíamos juntos de putas, y digo bien porque solíamos visitar un bar de alterne que regentaba una de sus amigas que se llamaba Julia.

Doña Julia, como le llamaban las meretrices a su servicio, era una mujer bastante atractiva que andaba alrededor de los cincuenta, y que había empezado siendo una masajista terapéutica, para pasar luego a acompañante de lujo de empresarios adinerados.

Solíamos pasar por su local antes de la llegada habitual de los clientes y, junto a las chicas jóvenes que atendían la barra, disfrutábamos de las mil y una anécdotas que nos contaba Julia.

De su época de masajista decía que la inmensa mayoría de sus clientes le pedían un “final feliz” al que se negaba, pero que acabó cediendo por el insaciable apetito del dinero.

No creo que deba contarte las barbaridades que los clientes le pedían que les hicieran, Gregorio, porque resultaría demasiado soez, pero habrás oído de las excentricidades de la mayoría de los sujetos asiduos a este tipo de servicios. Como, por ejemplo, el que la contratara un cliente para que fuera a su apartamento sin otra intención de que viera con él un partido de futbol. O más curioso todavía: el caso de un político que le pidió que pasara con él la noche electoral hasta el recuento de votos.

Pienso que, al menos en estos casos, no se puede hablar de un encuentro de carácter sexual, sino una evidencia de hasta qué punto puede llegar la soledad de algunas personas.

Otro caso es el de los que se someten a sacrificios y torturas para satisfacer sus fantasías sexuales.

Dicen que todos tenemos algo de masoquistas y lo reprimimos, aunque siempre está presente en nuestra mente. Lo más estrafalario que he oído es el de un individuo que se presentó en el apartamento de su dominatrix personal con un fuelle de bicicleta, para que se llenara de aire y poder así tirarle un gran pedo en la cara…

Pero eso, y Dios sabe cuántas cosas más, solo lo sabrá quién te ha tenido en sus manos, aunque tú creas que estaba a tu servicio.

Un abrazo, amigo, y hasta el martes que viene.

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